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Acerca de Los llanos, de Federico Falco

Actualizado: 18 abr 2023

Por Jorge Reitter*

Una separación, alguien que ya no sabe si es escritor. La vuelta a los llanos para empezar de nuevo, pero distinto. Los llanos, la novela de Federico Falco, relata cómo nace un escritor nuevo, un tránsito que está muy cerca del camino de un analizante.


Voy a extrañar este libro. Transitamos juntos por caminos de tierra y de memoria.


Lo compré por el título y por la foto de la tapa. Si bien llanos resuena con llenos, es la foto de un vacío. Una pileta en medio de la nada. Yo podría haber tomado una foto así. “Aquí no hay lugar para posar los ojos. Cualquier eucalipto, cualquier poste de luz se agradece porque ayuda a fijar la vista”. La pileta, que en su horizontalidad se mimetiza a la llanura, no termina de atrapar la mirada, que se pierde más allá. “El mundo es tan amplio que pareciera que no hay nada que ver: solo cielo, solo potrero, siempre iguales a sí mismos”.


Hacia el fin de la novela, escribe Falco: “El tiempo pasa fácil en las películas, en las novelas. Solo se cuentan las acciones importantes, aquellas que hacen avanzar la trama. El resto – las dudas, el aburrimiento, los largos días donde nada cambia, la tristeza estancada – desaparece a golpe de elipsis, de cortes netos, resúmenes rápidos”. Es, en negativo, el plan de la novela, escribir la tristeza estancada, lo días largos donde nada cambia, o cambia tan lentamente que no se percibe. Y, al mismo tiempo, es la escritura de una metamorfosis radical.


Es una novela jalonada por los meses y las estaciones. De enero a septiembre, del verano a la primavera. “En la ciudad se pierde la noción de las horas del día, del paso del tiempo. En el campo es imposible”. Son las palabras con las que abre el relato. En el campo y en el duelo es imposible olvidarse del tiempo. Las primeras páginas me agobiaron. La soledad, el paisaje, la sequía, la huerta, el calor que no da respiro, el silencio. Tareas muchas veces condenadas al fracaso. Luego entendí que de eso se trataba, sentir el agobio y la angustia del narrador.


En la página 31 del libro nos enteramos que Fede, el narrador se separó de Ciro. O, para ponerlo en sus propios términos, que Ciro los separó. Entonces se le desarmó la vida. Entendemos que, aunque pocas veces se lo nombre, todo gira en torno de Ciro y de su ausencia. Sin embargo esta no es, al menos en un sentido convencional, una historia gay. No se trata de un coming out, y la gaycidad no es tema notorio del libro. Es una historia casi sin historia, un relato motorizado por la perplejidad, el desconcierto y el desamparo del narrador a partir del momento en el que Ciro le pidió que se fuera ya de la casa. Es la historia de las ruinas de un amor.


Ciro los separa y Fede no entiende nada, no le sale escribir. Ya no sabe si es escritor. “Antes era escritor”. Decide alquilar una casa en las afueras de Zapiola, un pueblo muy pequeño de la provincia de Buenos Aires, y hacer una huerta. “Acá nunca nadie escuchó siquiera mencionar la palabra Ciro. ¿Por qué creía yo que yéndome la luz no iba a herir mis pupilas?” Solo en el campo, o más bien acosado por sus fantasmas, Fede habita un mundo sonoro: el campo nos entra por el oído. Hay ruidos, pero casi no hay voces. Las pocas palabras que se pronuncian son triviales, comentarios sobre el clima, consejos del vecino para mejorar la huerta, breves diálogos con el almacenero. A la casa no llega la señal del celular. Las palabras significativas sólo están en la memoria, no se pronuncian. Tampoco se escucha música, sólo el sonido de pájaros, de insectos, del viento. Ruidos consubstanciales a la extrema soledad del narrador, partitura del desamparo.


Zapiola es volver al paisaje que, “para poder ser, había dejado atrás, abandonado, perdido”. La llanura es el paisaje de su infancia, los fines de semana en el campo de sus abuelos. Como tantos niños raros, Fede en un momento, que imaginamos en la pubertad, siente que ya no encaja. Entonces “leía porque leer era orden, armonía, la promesa de un tercer acto donde todo encajara, donde todo tuviera sentido”. La promesa de que habría un mundo, lejano, donde él encajaría. Un mundo que él imaginaba elegante, perfecto. “Estaba convencido de que había otro tipo de vida esperándome en algún lugar”. Sabía que no podía desperdiciar su vida en Cabrera. La lectura y el estudio devienen plan de fuga e ilusión de dominio, conjuro mágico para que todo tenga sentido, para finalmente encontrar un lugar que no lo expulse, un lugar al que quiera volver. “Era solo la necesidad de tenerlo todo bajo control: el caos, el sinsentido, el miedo”. La lectura deviene, también, trampa, señuelo, ilusión de que la trama perfecta lo podría rescatar de la muerte y del miedo. Intento de no pagar el precio.


“O lo sabía, o una tarde lo supe, de pronto una sospecha: ¿y si me gustan los chicos? ¿Y si yo era uno de esos?” “Ni siquiera admitírmelo a mí mismo o me pondría en riesgo de muerte”. La muerte por la que tiene pasar en esta segunda llanura para dar nacimiento al narrador de Los llanos. “Una vez intenté contárselo a mamá. No, dijo ella. Se le había oscurecido la cara. No, dijo y nunca supe muy bien qué significaba esa negativa. No es cierto. No te lo permito. No lo creo. No lo quiero saber. No lo digas. No puedo. Después ya nunca se habló de eso. Si yo sacaba el tema, era como si esa parte no se escuchara. Silencio. Hablar de otra cosa, cambiar de conversación.” Fede no preguntó. Tal vez sintió que no habría respuesta, que interrogar sería inútil. “Hacé lo que quieras”, dijo el padre, “pero ni se te ocurra caer con un tipo al pueblo, ni se te ocurra andar contando por ahí”. A veces uno cree que decidió escapar y no puede ver que ya antes lo habían expulsado. Fede vuelve a la llanura para hacerse un lugar, a través de nosotros, sus lectores, allí donde había sido expulsado a fuerza de silencio.


“Hasta el momento en que, muchos años después, conocí a Ciro, esa sensación estuvo siempre conmigo. No encajar. No tener un lugar”. “Encontrar a Ciro fue encontrar con quien hablar, con quien dejar de hacer silencio”. Pero los refugios a los que uno llega en su huida corren muy fácilmente el riesgo de devenir coartada para omitir la muerte y el sinsentido. Ciro se lo dice en la charla en el bar: “el refugio se convirtió en jaula”. “Vos sostenías tanto nuestra relación que no encontraba manera”. “Yo no puedo ser tu familia, vos ya tenés una familia”.


El duelo por Ciro arrastra otro, más profundo, más radical. “Me atraían esas tramas tan bien urdidas, que el punto final siempre se convirtiera en el alivio de todos los pesares, la constatación de que todas las pruebas, todos los conflictos habían valido la pena”. Happy end. Pero un día Ciro los separó, algo se rompió y ahora el narrador ni entiende nada ni puede escribir. “¿Cómo escribir entre los escombros, entre el barro y los charcos, juntando, acá y allá, los restos mojados de lo que había sido un día a día, de lo que había sido una casa? ¿Cómo escribir una historia entre los escombros de una historia?”¿No se trata de eso, también, en un análisis?


“A veces siento que nunca voy a entender qué nos pasó. Y que si lo entendiera, se acabaría la pena y todo esto quedaría atrás. A veces siento que lo entiendo, que lo entiendo perfectamente, pero igual duele”. Como el narrador de Los llanos, quien recurre a un analista busca un sentido que alivie el dolor. Si todo marcha lo suficientemente bien, eso sucederá, se producirá no tanto un sentido, sino sentidos. Fragmentarios, contradictorios, pero también curativos. La expectativa de alivio por el sentido no se ve totalmente defraudada. Pero hay un más allá, a media que se va transitando el duelo por el happy end: el encuentro con el sinsentido ineliminable. El límite de todo sentido. “Y a veces pienso que hay cosas que nunca se llegan a entender, que quedan ahí, flotando a nuestro alrededor, dispuestas a atacar en cualquier momento. Que la pena no se acaba, se aleja solo por unas horas, unos días, después toma por sorpresa, inunda, revuelca, que hay que aprender a vivir con eso”. Lo suscribiría como horizonte de un análisis: aprender a vivir con eso. Con el sinsentido, con lo irremediable, lo irreparable. Lo que no encaja. Como lo dice el narrador, hay cosas que nunca se van a llegar a entender, los verdaderos duelos nunca terminan. “Un dibujo lleno de rayones, de tachaduras, de pasos en falso, de planes que se desarman, proyectos que se caen, personas amadas que dejan de amar, que dicen basta, andate, andate lejos”.


Los llanos relata la mutación de un escritor. Aprender a ”no pedirle a la escritura lo que la escritura no puede dar”. Resistir “la tentación de un mundo ordenado. La sensación de control que da narrar”. “Antes pensaba que había que tratar la escritura como a la arcilla. Ahora me pregunto si se podría escribir como se hace una huerta”. “Con la arcilla, la armonía se logra por destreza y aplicando fuerza. Belleza implica imponer límites, usar músculos, cierta violencia, cierto gasto de energía. En la huerta, siempre hay algo naciendo y algo muriéndose. Si llega a haber armonía, es por pura contingencia, dura apenas un momento”. El libro mismo es la respuesta en acto a la pregunta que el narrador se plantea: “¿Cómo contar sin historia? ¿Sin ordenar? ¿Sin tratar de que tenga sentido?”


Escribir el cuento perfecto era, para ese escritor que fue Fede antes de que Ciro los separara, la ilusión de conjurar el rechazo. Pánico de que el lector deje el libro, que piense que es malo. Ese rechazo tan temido, diría winnicottianamente, es el rechazo que ya sucedió y que le hizo huir de su pueblo, el que moldeó un vínculo que terminaría ahogando a Ciro. “Ese es siempre el único miedo, el rechazo. De mi padre, de mi familia, de mi pueblo. Ese es el dolor inenarrable: el rechazo de Ciro”. Dolor inenarrable que sin embargo todo el libro narra; aún cuando parece hablar de otra cosa, del cielo, de la llanura.


En la llanura nace un escritor nuevo, que escribe como haciendo una huerta, lidiando con la contingencia, arriesgándose a que algún lector deje el libro de lado, un escritor que encuentra un modo de contar sin historia, sin tratar de que tenga sentido. Entonces el sentido estalla en una profundidad nueva, porque es capaz de alojar la porción de sinsentido que nos absuelve de toda obediencia. “Ninguna palabra doma la pena. Ninguna palabra la espanta. Ninguna palabra la logra decir de verdad”. Cierto, ninguna palabra la dice, pero muchas logran, tal vez, medio decirla, y tanto más cuanto más se renuncia a explicar y a entender. Es el aprendizaje de Fede, es también el de cualquier analizante que haya llevado suficientemente lejos la experiencia del análisis. Alojar el sinsentido sin melancolía. La melancolía es la más feroz nostalgia de un sentido pleno. El sinsentido al que se abre Fede y al que conduce un análisis es la apertura a toda creatividad, a toda invención. “Simplemente contar y no tratar de entender en el medio”.


En el relato de Fede, Ciro es duro, por momentos cruel. Andate ya, le dice, no quiero más esto. “No te quedes esperando. No quiero volver con vos. No creo que más adelante quiera”. Ciro que no responde los mensajes desesperados de Fede. En la charla del bar le dice que cuando lo vio caído lo empujó al abismo. Todos matan lo que aman. Fede tiene la generosidad de darnos a entender (aunque a él le cueste tanto entenderlo) que Ciro es el que tiene razón. Le deja la última palabra. Si Ciro es brutal es porque Fede, negando con desesperación el sinsentido y la muerte, no le dejó alternativa. En su aparente crueldad, Ciro es el partero que, al arrojarlo al abismo, provoca el grito del que nacerá una voz nueva, radicalmente humana en su desamparo.


*Jorge N. Reitter, psicoanalista, docente en Universidad de la República (Uruguay), fugitivo del lacanismo, homoanalista.


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