Crédito de la imagen: Martine Roffinella
Frente a una violencia estructural que nos mantiene aturdidxs, desafectadxs y agotadxs psíquicamente, Xavier Karolys nos invita a interrogar los modos de lo común.
por Xavier Karolys *
En contextos de precariedad donde las fibras vitales son violentadas, extirpadas y subsumidas bajo fronteras extractivistas, parece que el día es abandonado a su suerte. Ahí donde arde la tierra, la vida y las heridas, las cenizas acompañan reavivando el ahí y no el aquí, esa afectación compartida nos recuerda que no hay supervivencia sin finitud colaborativa. Por ello, frente a una violencia estructural que nos mantiene aturdidxs, desafectadxs y agotadxs psíquicamente, Úrsula Le Guin nos ofrece un artificio para interrogar los modos de lo común.
“Algunas veces también, (…) permanecen silenciosos durante uno o dos días, y luego abandonan su hogar. Esas gentes salen a la calle y avanzan, solitarios, a lo largo de ella. Siguen andando y abandonan la ciudad”. Tal vez precise empezar esta intervención desde deslizamientos entreabiertos donde la preposición no pretenda posicionar la escena de algún inicio ya que solo puede comenzar a-partir de lo que difiere, en esa oleada de la heterogeneidad que efectúa el instante al sostenerlo, pero a la vez al diseminarlo. De tal manera, se habrán dado cuenta de que las palabras que se encuentran entre comillas no contienen todos los supuestos referenciales, esto no se debe en ningún caso a una falta de reconocimiento, más bien hay una apreciación tal que difumina el orden del movimiento en su efecto de reverberación. Aquella mención pueden leerla al final del cuento “Los que abandonan Omelas” de Úrsula Le Guin, desenlace que se humedece a través de estas páginas, a través del andar, esparciendo brotes varios, brotes muchos, sin una promesa, pero prestando atención a los entramados que fluctúan.
Es probable que nos acusen por aquel descuido señalando la omisión de una extraña bastardilla. Así que se ofrecerá este escrito como alguna caligrafía bastarda que muta al percibir la materialidad de la vida en esas fuerzas y no como formato ni escenario. Entonces, acontece que somos salteadorxs de caminos para socorrer polifonías-trazos ante las fronteras ensangrentadas de crueldad que administran agonías, las cuales expropian toda imaginación bajo la operación de captura causando así la resignación.
Si consideramos el contexto como una dimensión dada, se adhieren a ella atrocidades e indiferencias que legitiman la opresión en cuerpos y territorios, dictando así las vidas que deben ser vividas y los cuerpos o espacios que deben ser mutilados en nombre del “progreso”, esto quiere decir en nombre del régimen capitalista-patriarco-colonial. Se dirá entonces que el lenguaje es un campo político donde se juega la relación-con (los) mundos, actuando sobre los modos de vivir. En este caso, desde prácticas depredadoras en función de dichas narrativas.
Por eso vamos a embarcarnos al borde de la frase con respecto al texto de Le Guin, desplegando entonces un desarticulado movimiento en torno a las palabras “andar y abandono”. Ambas palabras anteceden a riesgo de que nada llegue, como si el resto de lo que se nombra arribara a destiempo, intempestivamente, sin contar con ningún presente.
Para ello, esbozaremos brevemente la historia que se narra. Todo empieza a orillas del mar en la ciudad de Omelas, en medio de las calles se prolonga la música y las campanas retumbaban al ritmo del baile. Tales sonidos se aprecian entre tambores, pasos y risas que anuncian el comienzo de la fiesta del verano, aventurados movimientos que ascienden hacia las montañas para ser parte de la celebración. Aquella dicha se forma por un justo discernimiento entre lo imprescindible y lo nocivo, manifestando de esta manera la victoria de la vida. Pero por muy cautivador que nos parezca, ¿qué supone lo nocivo? Si el placer generoso remite al carácter de la victoria, más aún, haciendo énfasis en la vida, ¿cuál es el triunfo o ante qué adversidad se lleva a cabo?
Le Guin prosigue con la narración para relatar que, pese a la alegría que danzaba en medio de los callejones, en algún recóndito espacio se encontraba un sótano cerrado con llave. En ese rincón mugriento se desprendía un olor repugnante donde se hallaba un niñe desnudo de aproximadamente seis a diez años de edad, permanecía arrimado a la pared con miedo, algunas veces la puerta se abría y de repente recibía golpes. En otras ocasiones, miradas de horror circulaban en el umbral de la puerta sosteniendo su quietud. Aquel niñe no siempre vivió ahí, gritaba implorando ayuda, pero su voz se iba debilitando ante el caso omiso de los habitantes. Sabían que estaba allí, no importaba el modo en que asimilaran tal situación, sin embargo, entendían que el placer generoso de su felicidad, de la belleza de la ciudad y la victoria de la vida dependían de la miseria de aquel niñe. Fue así que decidieron mantener la distancia, comentaban que no había nada que se pudiera hacer.
Ese momento enunciativo presentaba y cerraba todas las justificaciones, de nuevo desatendiendo lo que sucedía. Si consideramos el panorama descrito, nos menciona la autora que sería pensar en:
Cambiar toda la bondad y alegría de Omelas por esa simple y mínima mejora: rechazar la felicidad de miles de personas por la posibilidad de la felicidad de uno solo: esto sería, por supuesto, dejar que la culpa atraviese la muralla. (Le Guin, 1996, pág. 15)
La cita que acabamos de mencionar se detiene en esas palabras como si marcara el límite no solo en el contexto sino también de manera figurativa. Como ustedes pueden sospechar se subraya la palabra “muralla” llevando el sello de la seguridad desde la barrera, el cercado o el muro, manteniendo así una zona delimitada que protege cualquier irrupción. A través de la presunta cita podríamos hallar muchos indicios de ello, en consecuencia, emergerían cuestiones como:
Cambiaríamos toda la bondad y alegría de Omelas (…) por el bienestar del pueblo Palestino que ha sufrido décadas de violencia colonial y continúan resistiendo a un genocidio en curso, esto sería, por supuesto, dejar que la culpa atraviese la muralla.
Cambiaríamos toda la bondad y alegría de Omelas (…) por el cuidado de las múltiples vidas no-humanas que constantemente son violentadxs por prácticas saqueadoras, proyectos extractivistas y contaminación ambiental, esto sería, por supuesto, dejar que la culpa atraviese la muralla.
Cambiaríamos toda la bondad y alegría de Omelas (…) por la justicia de Pamela, Roxana, Andrea y Sofía, víctimas de lesbicidio en Barracas, esto sería, por supuesto, dejar que la culpa atraviese la muralla.
Cambiaríamos toda la bondad y alegría de Omelas (…) por el derecho de jubilaciones dignas en el marco donde reprimen, gasean y detienen de manera ilegal a jubilados y manifestantes, esto sería, por supuesto, dejar que la culpa atraviese la muralla.
Desafortunadamente, podríamos seguir añadiendo casos sin detenernos. Como habrán percibido, se impone una violencia estructural que da cuenta del entorno que preservamos, un entorno que legitima la opresión, el desamparo y la crueldad, con tal que no traspase al cercado de nuestra vida. La proyección de esta retórica promueve la perpetuación del mito del (yo) en ese símbolo aspiracional del sí mismo, en donde al prescribir el bienestar individual fomenta la indiferencia y desatiende las agonías perpetradas. Sin embargo, esto no significa que no tenga conocimiento de ello, más bien, es curioso que soslaye la cuestión al tratar de suponer una frontera clara. Pero la pregunta vuelve acechando tras el telón o entre de las sombras, aunque se perciba como una presencia última o por decirlo con otras palabras como un sujeto metafísico abstracto, lo reprimido retorna como síntoma.
De ahí que, se instrumentalizan estos discursos en nombre de la hiper productividad para que nos mantengamos ocupados y que no prestemos atención al sufrimiento infligido, de esa forma el estímulo se habitúa a la rutina y no a la injerencia. Como lo lee Marcelo Percia (2020) nos encontramos frente a insensibilidades sublimadas que suspenden lo que habitan por hablas del capital, así, “nos conmovemos por la reconciliación de una pareja de la televisión sin que se nos mueva un pelo por el asesinato de un pibe estigmatizado” (pág. 22).
A lo que tienden esas crueldades adheridas es a capturar cuerpos debilitando la vida, y en ese imperativo de la mismidad se perpetúan privilegios estructurales llevando al desmembramiento social y, con ello, desatendiendo la trama del desastre. A la vez, también ocurre que si nos detenemos en la denuncia tenemos la impresión de que no somos cómplices del sufrimiento, por lo cual suscita una doble operación de captura. Esto se debe a que la complicidad queda obturada en el relato heroico, al mostrarnos cierta determinación para enfrentar el desafío, queda entrampada en la voz prometeica que encarna el sí-mismo. De esta manera aliena otras in(ter)venciones de posibilidad al establecer ciertos guiones que asisten al régimen capitalista-patriarco-colonial, el cual te induce a creer que experimentas el accionar o la batalla ante la urgencia.
No obstante, cuando se dice que “esto sería, por supuesto, dejar que la culpa atraviese la muralla” ya se revela la falta y se intuye la responsabilidad, rastro interesante para discutir. Al introducir aquella afirmación, este hecho parece suponer la violencia y el vínculo de su mantenimiento, puesto que a pesar de que se intenten ocultar o desatender en sus múltiples formas las prácticas cotidianas de crueldad, la normatividad inherente enraíza la hemorragia de lo que sostiene.
Ante tal situación cabe preguntarse: si podemos concebir otras maneras de relacionarse, ¿es posible dejar de revestir el mundo bajo la lógica sacrificial? Por el momento retomemos con la narración del cuento: a veces ciertos sujetos que se acercan a observar al niñe no vuelven a su casa para llorar ni siguen con sus ocupaciones diarias, de hecho, no regresan más. En ocasiones, también, se quedan en silencio durante días y luego abandonan su hogar. Esas vidas salen a las calles y caminan, siguen andando y abandonan la ciudad, viajerxs que atraviesan campos y tinieblas hasta que su silueta desaparece sin-saber a dónde van (Le Guin, 1996).
Por muy insólito que parezca, ya no se trata de una-dirección, no saben a dónde van y tampoco ambicionan con la revolución, sin embargo, se marchan. Es así que resquebraja la pertenencia de lo que se asienta y nos devuelve el verbo para conjurar e imaginar otrxs desplazamientos posibles a fuerzas de vidas, a vibraciones vitales, a vínculos inusitados que se expanden sosteniendo la supervivencia en lo fugitivo de la interacción siempre con-otrxs. De hecho, Deleuze (1996) escribe al respecto que hay que “poner de manifiesto el delirio de la creación (…), o esta invención de un pueblo, es decir una posibilidad de vida” (pág. 11), y en esa invención hacer delirar las palabras para que no se imponga una presencia última. Intersticios monstruosos que hacen vibrar afectos en tiempos diversos amplificando la sensibilidad en la fragilidad, percibiendo lo que nos aloja, ya que es allí donde germina la resistencia.
Ahora, pensemos en la situación que acompaña a ambas figuras que hemos subrayado en el transcurso del escrito, es decir, las palabras “andar y abandono”. De cierto modo, evocan encuadres de sentido para su interpretación, sin embargo, podríamos advertir las polifonías en las resonancias de su materialidad la cual desplaza su significado más literal. En su exposición singular cada una envuelve en su estructura el rasgo del “don” (an-dar/aban-dono) que se inscribe previamente en su unidad léxica, por lo que podemos imaginar que asumen un acto de entrega en la medida en que deja advenir lo posible. No obstante, Derrida va a cuestionar este fenómeno al señalar que, si se presupone una entrega o se asume el dar, traería consigo la anulación del don.
Es ahí donde aparece la dificultad, justamente porque su posibilidad no se desplaza dentro de las lógicas económicas del intercambio ya que retornaría a los intereses del sí-mismo. Más bien, la condición de su posibilidad se halla en su imposibilidad porque “para que el don sea posible, para que un acontecimiento de don sea posible, es preciso en cierto modo que se anuncie como imposible” (Derrida, 2006, pág. 87), y esta declaración implícita es la ocasión posible para la invención infinita a partir de lo finito. De cierta manera se expone sin esperar, gesto que parece imposible sin estar condicionado; pero he ahí la tensión latente del porvenir.
Ahora, llevemos ese riesgo de efectuación al conjunto de narrativa que se presenta sin presentarse en aquella cita. “(…) Esas gentes salen a la calle y avanzan, solitarios, a lo largo de ella. Siguen andando y abandonan la ciudad”. Desde una primera instancia se podría considerar que al seguir andando y abandonar la ciudad, en esa acción desertora/ fugitiva ante las prácticas de sufrimiento y devastación que se muestran como habituales, acontece algún dislocamiento que dispone de otra manera.
Como si otra lengua acechara a tiempos cualquiera desposeyendo el yo y potenciando el impersonal desde las ruinas. Historias contiguas que (sobre)viven-con, preposición amplificada de lo que atraviesa, pero también de lo que se marcha. Probablemente sea en esa sensación de vértigo que agudiza la sensibilidad que tanto tiempo ha estado enajenada.
Por su parte, en el eco de la heteroafectación desearía pasar la palabra a la obra “El viaje sin fin” de Monique Wittig, el cual hace balbucear al régimen político en todo momento, pero además nos plantea la siguiente cuestión: ¿Te has preguntado alguna vez por qué todo el mundo manifiesta tanta hostilidad hacia los caballerxs andantes? ¿Crees honestamente que en el mundo ya no hay injusticia, que no hay oprimidos, ni vidas que salvar ni agencias que socorrer?
Al percibir lo que preservamos cotidianamente, quizás irrumpa de manera incontenible algún temblor que con-mueva al acontecimiento de lo imposible más allá de todo cálculo, siempre ya inacabado. Sobrellevando así heridas que laten, aullidos que acompañan y desplazamientos en (des)obra ante el compromiso infinito que les precede, de allí su potencial político.
* Xavier Karolys
Docente e investigador (FFyL-UBA)
Bibliografía:
Deleuze, G. (1996). Crítica y clínica. Barcelona: Anagrama.
Derrida, J. (2006). Cierta posibilidad imposible de decir el acontecimiento. En Decir el acontecimiento, es posible? (págs. 79-107). Madrid: Arena Libros.
Le Guin, U. (1996). Los que abandonan Omelas. Buenos Aires: Almagesto.
Percia, M. (2020). sensibilidades en tiempos de hablas del capital. Buenos Aires: La Cebra.
Wittig, M. (2024). El viaje sin fin. Madrid: Continta me tienes.
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