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El Estado de los perros


A partir del análisis de ciertos indicadores, Sebastián Plut plantea algunas relaciones entre la animalidad, la violencia, la ausencia de emociones, la desdiferenciación del otro, la desinvestidura de la realidad y los números que maneja nuestro presidente.



por Sebastián Plut *


Escribimos Estado con mayúscula pues si estuviera en minúscula solo estaríamos preguntándonos cómo se encuentra un grupo determinado de perros. Pero se trata de otro asunto, tal vez banal pero a su vez inquietante. Y aunque podría parecer una metáfora, si decimos que nos gobiernan los perros, no lo es. Tampoco se trata de una fábula, no obstante urge extraer moralejas y, sobre todo, desarrollar una respuesta humanista y humanizante. 

También es posible enunciarlo de otro modo: los perros del presidente Milei son un asunto de Estado, y hay tantos signos que ratifican la afirmación que, no sin un asomo de terror, es verosímil imaginar que, por medio de algún decreto, el presidente desee darles algún ministerio a sus canes. También es probable que algún escritor ya esté delineando su próximo libro de no ficción para el que le obsequiamos un título fácil: El presidente de los perros

Es que sus perros no serían un tema de Estado, ni un asunto pavoroso, si apenas se tratara de la afectuosa relación entre un sujeto y sus animales domésticos. Pero resulta que desde el principio de los tiempos mileístas aquella relación exhibe caracteres tan singulares que la convierten en un perturbador analizador, es decir, en un instrumento que permite analizar los acontecimientos y visibilizar algunos determinantes del actual sufrimiento colectivo. 

A modo de ejemplo, expongamos tres indicadores que justifican lo dicho, entre los cuales el tercero quizá sea el más revelador: 1) dado que Milei llama “hijos” a sus perros, es factible suponer una identificación con sus animales (a la que se suma su auto-asunción como león y como topo); 2) el comienzo de su gestión estuvo marcado por la tardanza en mudarse a la residencia presidencial porque no estaban listos los caniles (pese a lo cual, él vivió ese tiempo en un hotel sin sus perros). Aquí, pues, también se advierte que continúa su identificación; 3) cuando se le pregunta a algún funcionario cuántos perros tiene el presidente, si cuatro o cinco, no es posible obtener una respuesta. En efecto, en conferencia de prensa, al menos dos veces le preguntaron al inefable Adorni sobre este punto. En una de ellas dijo “no vamos a hablar” y en la otra afirmó: “si el presidente dice que son cinco, son cinco”.

Resulta notable que el vocero, que puede explicar lo inexplicable, justificar las mayores inconsistencias e irracionalidades del gobierno, que puede mentir y agredir, aun así no logre él mismo decir cuántos perros tiene Javier Milei. No creo que el propósito de averiguar ese número justifique ninguna rebelión social, pero no podemos descartar que el freno al avasallamiento libertario se anude al entendimiento de las consecuencias de lo que ese hecho condensa y significa.

En síntesis, animalidad y números se conjugan en la determinación de las actuales políticas de Estado. 


Las cuentas de Milei

El presidente repite que fue elegido para “terminar con la inflación”, cual si gobernar un país no entrañara muchísimos más problemas. En una llamativa operación de reduccionismo y simplificación, él desestima cualquier variable de la vida humana. En principio, pues solo le preocupa una cuenta. De hecho, su ideal de “sociedad” (pese a que este término suena demasiado comunista para sus neuronas) no es más que una suma de individuos que venden y compran bienes y servicios sin que el Estado participe en lo más mínimo. 

Asimismo, los números que expone padecen de una llamativa irrealidad, como cuando azuzó el fantasma de un 17.000% de inflación, cuando afirmó que las jubilaciones “se triplicaron en dólares”, o cuando más recientemente dijo que en una universidad pública había ocho empleados por cada alumno (y aunque era exactamente a la inversa, tampoco ese dato per se sería consistente). Y no alcanza el deleite de observar la insuficiencia matemática de Milei, ya que lo fundamental es el error de cálculo y de percepción: dijo lo que dijo porque antes de hacer la cuenta, él tenía una certeza, y ni la realidad ni la aritmética lo rescatan de ella. Del mismo modo, entonces, el presidente cuenta los perros que viven con él en la Quinta de Olivos. 


Perro que ladra

A mis 15 años fui de campamento a Córdoba con un grupo comunitario. Una noche hicimos una caminata por la sierra, bajo la única luz de las estrellas. De pronto comenzamos a escuchar intensos ladridos que parecían provenir de más de un perro. Ante el palpable temor que la mayoría tuvimos, el coordinador intentó aliviarnos con el refrán que dice que “perro que ladra no muerde”. Al instante, y en medio de la oscuridad, yo dije: “Hay que ver si el perro lo sabe”. En rigor, mi humorada no era original, pues la recordaba de mis tempranas lecturas de la historieta “Pelopincho y Cachirula” de la antigua revista Anteojito. Posiblemente mi comentario haya sido ocurrente y, aun cuando desmentía al coordinador, el humor preservaba algo del intento de disminuir el temor. 

En todo caso, como enseñó Freud, el humor cumple su función para que los sujetos no se dejen doblegar ante la opresión, aunque sin desconocer la violencia y la irracionalidad del presidente, perdón, de los perros. No descarto, de todos modos, que mi intervención de aquella noche quizá bordeó ese límite borroso entre la comicidad y el cinismo. 


Los perros y el cinismo

Los antiguos cínicos, identificados con los perros por algunas de sus costumbres y conductas, jerarquizaban la lucidez en contra de la arrogancia y la insensatez. Aunque las transformaciones genealógicas hayan resuelto que, siglos después, un cínico sea aquel que se burla de la sinceridad y la bondad, tal vez no haya perdido su identificación canina. David Maldavsky lo dice así: “Perro es el nombre que se le ha dado a un tipo de filósofo, el cínico, cuestionador de todo pensar abstracto, así como de todo ensamble institucional entendido como despotismo absurdo, aunque habitualmente se ha empleado este mismo término para hacer referencia a una postura disolvente de todo proyecto, de todo esfuerzo complejizante, basada en una ironía violenta, en un sarcasmo destructivo” (Judeidad: modalidades subjetivas, Ed. Nueva Visión, p. 254). 

Si aplicamos esta combinación al perro, perdón, al presidente, la primera acepción la sostiene apenas unas milésimas de segundo, en lo que parece ser una crítica a la burocracia. Sin embargo, su aceleración catártica, de inmediato lo conduce, como ya dijimos, a la irracionalidad y a la violencia, es decir, al despotismo. 


El déspota, sus perros y sus padres

Cuando Carlos Rozanski compara a Milei con Hitler (De Hitler a Milei, Ed. CICCUS) considera diversas variables (sus personalidades, los funcionarios, las medidas, su concepción del Estado, su relación con quien piensa diferente, la convicción supremacista, etc.) y en ese conjunto, acertadamente, repara en el vínculo de uno y otro con sus perros y con sus padres. 

Rozanski nos recuerda las variadas referencias que Milei hizo de sus perros: que ahora no pueden estar juntos porque con la pandemia perdieron el hábito de la manada, que a algunos de ellos mejor no provocarlos, que en dos patas miden dos metros, etc.

En ese marco, también se detiene en otra coincidencia: tanto Hitler como Milei sufrieron brutales golpizas por parte de sus padres con el correlativo silencio de sus madres. El primero, por ejemplo, comentó: “Tomé la decisión de no llorar nunca más cuando mi padre me azotaba; mi madre se escondía detrás de la puerta mientras yo contaba silenciosamente los azotes que mi padre me propinaba”. Milei, por su parte, también habló en distintas ocasiones sobre los golpes de su padre, y se refirió, por ejemplo, a la altura de éste (1,90 metros), en una curiosa semejanza (de tamaño y de referencia) con sus perros. En otra ocasión, así como Hitler decidió no llorar nunca más, el presidente argentino afirmó ante una periodista: “No tengo por qué lidiar con las emociones. Yo hablo de números. No de emociones. No puedo lidiar con las emociones”. Así como Hitler dijo “yo contaba silenciosamente los azotes que mi padre me propinaba”, no es difícil encontrar en Milei la misma relación entre las cuentas, los números, y la violencia.

De todos modos, tengamos presente que aquí intento desarrollar lo que permanece oculto tras la imposibilidad de responder a una exclusiva pregunta: ¿cuántos perros tiene el presidente? Por eso, dejamos de lado el asunto de la clonación, por ejemplo, aunque no carece de valor. También será posible indagar la referencia que Milei hizo al efecto de la pandemia en sus perros, perder el hábito de manada. Acaso por ese camino podamos comprender no solo su individualismo a ultranza sino porqué, luego del COVID, tantos sujetos votaron en ese mismo sentido. 

Antes de cerrar este apartado, agreguemos un comentario sobre la relación con quienes piensan diferente. En efecto, la secuencia que hilvana animalidad, violencia, ausencia de emociones y números, se enlaza con otro rasgo que también comunica a Hitler con Milei: la desdiferenciación del otro y de la realidad. Ambos, de hecho, llaman “marxistas” (o comunistas) a todos aquellos que piensan diferente. Incluso, en lo que podría ser una broma de Capusotto si no se incluyera en la catástrofe que nos acecha a diario, la canciller Diana Mondino intentó explicar por qué no podía distinguir entre civiles y militares chinos: “son todos chinos, son todos iguales”.

Ahora bien, el corolario de la desdiferenciación, de ver a todos como marxistas (sin poder distinguir ni los matices ni los trazos gruesos de la heterogeneidad) es el destino que se les reserva: sí o sí son enemigos y, en consecuencia, resulta inevitable su destrucción. 


Las lecciones de Kafka

Casi al final de su libro, Rozanski anota dos observaciones de Kundera sobre la obra de Kafka: por un lado, en el mundo literario de Kafka -a diferencia de los clásicos- el castigo precede a (o se emancipa de) la falta; por otro lado, si tradicionalmente la mentira se confrontaba con la realidad, en la obra de Kafka el absurdo se enajena por completo de ella. No por nada la reflexión de Maldavsky sobre el cinismo se da en el contexto de su análisis de la obra de Kafka. En síntesis, uno es culpado (estigmatizado, castigado y excluido) en el mundo irreal de los libertarios. De hecho, cuando sintetizamos los trazos del presente, bajo el Estado de los perros, subrayamos la combinatoria entre violencia, ignorancia, irracionalidad y desinvestidura de la realidad. 

Pero sigamos con el escritor checo. Hace pocos días leí el texto Franz Kafka en el que Walter Benjamin analiza su obra. Citemos lo que dice sobre los funcionarios kafkianos: “La mugre es a tal punto un atributo de los funcionarios que se los podría considerar enormes parásitos. No en lo económico, sino en las fuerzas de la razón y de la humanidad… Lo peor no es su capacidad infinita para la corrupción, sino que los juzgados cuentan con leyes que no pueden ser consultadas” (op. cit., 1934, Ed. Buchwald, p. 42-3). Y más tarde agrega: “Cuando uno se encuentra con los nombres de los animales -mono, perro o topo- levanta asustado la mirada y reconoce lo lejos que se encuentra del mundo de los humanos” (op. cit., p. 57). Aunque Milei agrega a los leones, resulta notable la coincidencia con aquellos tres animales. 

Pero como estamos hablando de perros, vayamos por fin al Kafka original, quien escribió el cuento “Investigaciones de un perro”. Desde luego, las interpretaciones que se han hecho de este relato son múltiples, y solo recurriré a él de forma parcial. El protagonista es un perro que aspira a una revelación, a un conocimiento superior, y fracasa en ese objetivo por su incomprensión del mundo humano. En el camino se conduce a la inanición, rechaza la comida porque supone dependencia y falta de libertad y eso sería un obstáculo en el acceso a dicha revelación. 

Si asociamos el Estado de los perros al texto de Kafka, muestra similitudes entre su protagonista y Milei, aunque algunos fragmentos, más bien, exhiben lo que podríamos llamar los dobles de Milei, aquellos sujetos que parecen poblar el mundo que el presidente percibe. 

Por caso, cuando el perro de Kafka dice: “la simple visión de uno de mis semejantes perrunos, considerado de pronto de otra manera, me turbaba, me asustaba, dejándome indefenso y desesperado”, ¿no podemos imaginarnos la alteración que el semejante le produce al presidente?

Y cuando aquel perro se pregunta: “¿Por qué no hago como los demás, por qué no vivo en armonía con mi pueblo, sin dar importancia a lo que turba precisamente esta armonía, considerándolo como un simple fallo dentro del gran conjunto?; ¿por qué no me oriento hacia lo que nos une en felicidad, no a lo que naturalmente –siempre también en forma irresistible– nos arranca del círculo de nuestro pueblo?”, ¿no nos evoca, acaso, la distancia que Milei exacerba con el pueblo?

Poco después, cuando se refiere a la distribución de la comida, ¿no resulta, el perro kafkiano, una ilustración del cinismo libertario?: “Ya sé, no cuenta entre las ventajas de la perrada distribuir los alimentos una vez logrados… el que tiene alimentos los conserva; eso no es egoísmo, sino todo lo contrario, ley de perros, unánime resolución popular, lograda después de sobreponerse precisamente al egoísmo, ya que los que poseen son los menos. Por eso aquella contestación de «si no tienes bastante para comer, te daremos de lo nuestro» es sólo una frase hecha, una broma, una burla”.

Y para concluir, el siguiente fragmento posiblemente sea una precisa descripción de lo paradojal que resulta ser gobernados por un personaje como Milei: “Por más que se rieran de mí y me trataran como a un animal pequeño y tonto, por más que se me empujara de un lugar para otro, aquel fue el tiempo en que llegué a gozar de mayor prestigio... Porque la razón profunda de mi incapacidad científica parece estar en un instinto no necesariamente malo. Y si quisiera fanfarronear podría decir que precisamente este instinto ha destruido mis aptitudes científicas”.


Clínica con los perros

Si la literatura es un virtuoso recurso para describir y comprender la realidad, incluso de modo anticipatorio, ¿podría un caso clínico cumplir una función similar? Quien realizó un trabajo de esa índole fue Elías Canetti (en Masa y poder) cuando retomó el célebre “Caso Schreber” (un sujeto paranoico cuyas memorias fueron analizadas por Freud) para explicar el germen del nazismo. Es cierto que la singularidad de cada quien establece un límite a las semejanzas, aunque es fácil deshacerse de este reclamo, ya que toda comparación nunca pretende más que una aproximación fragmentaria. Hay, asimismo, una orientación que subyace al propósito de Canetti que constituye el verdadero alcance que nos convoca: no solo el examen de la subjetividad individual sino, más bien, cómo ella se traduce, luego, en una determinada psicología social. 

Como sea, recientemente releí el caso de una mujer (publicado por David Maldavsky en Casos atípicos, 1998, Ed. Amorrortu) que vivía rodeada de perros. Dice Maldavsky: “como resultaba cada vez más difícil separar a los perros que peleaban, tuvo que construir una jaula para cada uno. En el dormitorio colocó una foto del perro muerto: ella le hablaba, y sentía que él la escuchaba y le respondía”.  Este último animal, que estaba muerto, había sido el primero de la manada. Estas pocas referencias iniciales resultan elocuentes en el intento de echar algo de luz en esta trama que reúne la identificación con un animal y la imposibilidad de dar cuenta de la muerte de uno de esos perros. 

Aquella paciente “desplegaba su histrionismo para disfrazar una cotidianidad notablemente carente de relieve y de matices… Buscaba menos resolver situaciones que tener un espacio para su despliegue escénico”. Milei no se distingue demasiado de esta descripción; un hombre sin vida personal, sin afectos, incapaz para cualquier emoción tierna y para resolver los profundos problemas del país, y que solo se limita a escenificar su odio.  

El histrionismo de la paciente, dice Maldavsky, reunía al mismo tiempo su “tendencia al dominio despótico y afán vindicatorio”. No hace falta aportar mucha información, por todos conocida, para reconocer también en Milei ambas tendencias. Su pretensión de desconocer el Congreso, su indiferencia y hostilidad con toda idea que le resulte ajena, y su verba vengativa (bajo el argumento de sentirse maltratado, en el presente y el pasado), son apenas unos pocos datos entre los muchos que suelen destacarse. De hecho, agrega que “las peleas entre sus perros, luego de muerto el caudillo originario, poseían similitudes con las escenas de violencia hogareña”

En cuanto al vínculo con los animales, Maldavsky afirma que hacen de sostén del narcisismo en una joven que fue maltratada por sus progenitores y que la identificación con aquellos corresponde a un momento de retracción megalomaníaca. En este punto, las constantes referencias de Milei a ser cómo Moisés, a ser el mayor líder del liberalismo a nivel mundial, etc., hablan por sí solas. 

Cuando expusimos el cuento de Kafka, hablamos del ayuno, de la inanición. Milei, de hecho, en alguna ocasión comentó su desinterés por la comida; el acto de comer le resulta una pérdida de tiempo. Cercano a este punto se encuentra el problema del dormir sobre el cual no conocemos mucho, aunque sabemos que permanece despierto hasta muy tarde y duerme muy pocas horas. Al menos eso se desprende de la cantidad de mensajes que envía durante la madrugada en sus redes sociales. 

Precisamente, sobre el problema del dormir, Maldavsky señala lo siguiente: “El dormir puede corresponder o bien a la aspiración a retornar a ese estado originario en que lo anímico se reencuentra con sus fundamentos en las pulsiones de vida, o bien a la aspiración a dejarse morir, a desinvertirse a sí mismo, como cuando lo psíquico se encuentra ante incitaciones exógenas amenazantes de una magnitud intramitable”. Esta última aspiración o, mejor dicho, la angustia frente a dicho empuje, quizá explique la duradera vigilia de Milei. Hay otro elemento que destaca Maldavsky, en cuanto al dormir, el hecho de que la paciente dormía vestida como expresión “de su necesidad de conservar vestigios de una coraza antiestímulo”. Ignoramos de qué manera duerme Milei, pero hemos visto que, aun en días de mucho calor, no deja de usar su conocida campera de cuero y algún abrigo más debajo de ella. Cabe agregar que aquella coraza, algo rudimentaria desde el punto de vista psíquico, constituye un precario recurso para protegerse de una realidad vivida como violenta. 

Finalmente, también hay una referencia a los números: “solo prestaba atención a las cuestiones económicas, en las cuales los números, en lugar de las identificaciones y los nexos libidinales, se transformaban en los argumentos para mantener o no los vínculos”. No hace falta, aquí, comentar mucho más para hallar las semejanzas. 


Adenda: Milei en el sillón

Aunque a priori pueda parecer ajeno al problema de los perros, es pertinente reflexionar sobre otro rasgo: el modo en que habitualmente se lo ve sentado a Milei. Siempre con el torso muy erguido y en el borde del sillón en el que se encuentre. Es decir, no se lo observa acomodado relajadamente en la butaca. ¿No se asemeja a un perro con la cola en el piso y se sostiene con las dos patas delanteras? 

No recuerdo quién explicó que esa es una forma “servil” de sentarse ante un otro más poderoso. Sin embargo, no me resulta tan convincente ese argumento. Tampoco escuché nada que el propio Milei dijera sobre su manera de ubicarse en el sillón, por lo cual no podemos hacer más que algunas pocas conjeturas. 

En algunas ocasiones hemos podido observar cierta conducta de derrumbamiento, como si Milei quedara abatido. Por ejemplo, así se lo vio después de la primera vuelta de las elecciones, y en alguna entrevista televisiva. En ese sentido, es probable que su persistente violencia sea una forma de proveerse a sí mismo de cierta tensión, como defensa contra esa suerte de desvitalización, tal como señalamos previamente respecto del dormir. Se podría decir: es como si se le ablandara su musculatura, incluso su propia columna vertebral, y él evita que eso ocurra. Esto es, él no se sienta más cómodo, más “entregado a la silla”, porque teme relajarse y, en cambio, se lo ve haciendo fuerza todo el tiempo para mantenerse erguido por su propio empeño. También podemos plantearlo así: él no acepta recostarse más relajado porque teme perder una tensión interna y eso le implica escenas de temor y pasividad (referidas, en último término, a la violencia de su padre). Posiblemente, corresponda también a una expresión del poco contacto que tiene con el mundo, con la realidad concreta y, en consecuencia, se sienta como si estuviera flotando. 

Sin embargo, algo de la posición en la que Milei se sienta también puede vincularse con su identificación con los perros. Volvamos al examen de la paciente. Maldavsky sostiene que dicha identificación “implica un paso adicional en el esfuerzo por desautorizar la función paterna y mantener el apego a un goce anal irrestricto gracias a una retención infinita de las heces como objeto excitante, hasta que un estallido voluptuoso de otro tipo, resolutorio, arranca al cuerpo un espasmo expulsivo que echa por tierra el afán por conservar la incitación permanente en la mucosa de la ampolla rectal”

Dicho de otro modo, es posible preguntarse por el efecto que puede tener en el presidente el frotamiento (y la excitación consecuente) al sentarse. No solo tenemos en cuenta las numerosas expresiones que Milei ha proferido como insultos (que suelen incluir términos como “mierda”, “sorete”, así como sus funestas frases referidas a las violaciones), sino, además, las hipótesis que Freud expuso en torno de este fragmento pulsional. En efecto, allí se fundan las llamadas vivencias persecutorias, como cuando un sujeto dice “me cagaron”, “me cogieron”, etc. Es posible suponer, entonces, que si el perro, perdón, el presidente, se acomodara mejor en el sillón, las sensaciones correspondientes lo conduzcan a un incremento de aquellas vivencias. 


Cierre 

El recorrido que hicimos busca aportar alguna comprensión sobre la identificación de Milei con sus perros, sobre su convicción respecto de la cantidad de animales y sobre la consecuente imposibilidad de los funcionarios para responder por la cantidad real de perros. 

Recordemos que nuestro objetivo fue examinar los tres tópicos recién enumerados para, luego, entender de qué modo la subjetividad presidencial se traduce en una psicología social.

En su proceso identificatorio, entonces, Milei se animaliza (como perro, león o topo) y funge como líder de una “manada” que no puede convivir. Esto es, la violencia, la irracionalidad y la ignorancia se expanden, con el agregado -tal como lo ilustra Kafka- de un hambre en aumento, de una inanición correlativa de una convicción falsa (un muerto que está vivo). De allí, finalmente, resulta la imposibilidad de establecer un nexo sólido entre los números y la vida humana y, además, la interferencia colectiva para preguntar, pensar y responder sobre la realidad concreta.  

Por último, al comienzo señalé que urge encontrar una respuesta humanista y humanizante que no deje librado nuestro destino a lo que azarosamente (o milagrosamente) pueda ocurrir en el futuro. En caso contrario, cabe recurrir nuevamente -y como advertencia- al análisis que Benjamin hace de la obra de Kafka: “En El proceso, la postergación es la esperanza del acusado -si no fuera porque el proceso se transforma lentamente en la condena-”.



* Sebastián Plut: Doctor en Psicología. Psicoanalista. stplut@gmail.com

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