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El necroanálisis como armamento crítico para resistir al necropoder.

Actualizado: 10 oct


Raúl J. Betancourt nos lleva más allá del diván, planteando preguntas incómodas que invitan a dejar de lado el sesgo de dar por hecho el deseo de vivir en un mundo -en concreto, el del capitalismo mundial integrado- tan logradamente mortificante.


por Raúl J. Betancourt*


Hemos propuesto al necroanálisis como una extensión del alcance que lxs profesionales de la salud, en especial aquellxs que piensan con el modelo del neurótico en el diván (literal o figurado), tienen a la hora de enfrentarse al acto suicida. Muchxs aquí aún tenemos compromisos y catexis libidinales hacia esta vida y este mundo (que no es cualquiera, insistimos, sino el del capitalismo mundial integrado), y el suicidio es un tema que los saca a relucir, a veces triunfantes, a veces tambaleantes, a veces angustiosos… Papás y mamás con miedo atroz a que su hijx adolescente se quite la vida; la espiral del suicidio, esa contagiosidad fascinante; el compromiso clínico y ético con nuestrxs consultantes con ansiedad, depresión, adicciones, etc.; y la experiencia, que quien escribe estas líneas también ha padecido, de perder seres queridos por la letalidad depresiva-suicida.  

Mas nada de ello habría de conminarnos a hablar mal del suicidio (o del suicidio como el mal). El necroanálisis es solo un intento de decir algo más digno al respecto. Ven que yo puedo hablar mal de Hitler, pero lo que le puedo admirar es matarse. Deleuze le reconoce a Foucault una enseñanza: la de la indignidad de hablar en nombre de otrxs. Con el necroanálisis no se pretende hablar en nombre de lxs suicidas; es más, ni siquiera es posible, aun dándose muerte, pues ya no serían otrxs. En un texto muy breve, “Un placer tan sencillo”, Foucault (1979) se propone hablar un poco a favor del suicidio, y entre otras cosas, anota: 

Creo en la espiral del suicidio: estoy seguro de que mucha gente se siente deprimida ante la idea de todas esas mezquindades a las que se condena a un candidato al suicidio (y no hablo de los mismos suicidas, con la policía, el camión de bomberos, la portera, la autopsia, y todo lo demás) hasta el punto de que muchos prefieren matarse que continuar pensando en ellas. (p. 200) 


Con su refinamiento habitual, nos deja ver la paradoja en que se sostiene cierta mojigatería en torno al tema. Hablar del suicidio no es peligroso, esto también se sabe desde el campo de la salud. ¿Y hablar como lo hace el necroanálisis? Hay quienes pretenden que aquí hubiera una invitación abierta a jalar el gatillo, pero no la hay. En algún lado escribí –siguiendo a Philipp Mainlander, de quien hablaremos más adelante– que el suicida es alguien que ya lo entendió todo, empero ¿de dónde se concluye que entenderlo todo sea lo más deseable y/o recomendable? Ciertas dosis de voluntad de ignorancia han sido necesarias, ciertamente, para que sigamos aquí.  

El necroanálisis propone que la figura suicida se contrapone al discurso analítico, porque no permite que un significante remita a otro significante. Su acto se escribe A = A. Se acerca a la posición de Amo, porque si conceden que el único amo absoluto es la muerte, verán que él no pierde contra ella, aunque ciertamente tampoco gana. Entonces no diríamos que es un discurso Amo, porque no hace semblante. Casi que diríamos que al suicida poco le importan los discursos, se sale de ellos, aunque Lacan llegue a decir, en su seminario 5 que, entre más busca salirse de la cadena significante, más entra en ella. Clase del 12 de febrero de 1958: 

Cuanto más se afirma el sujeto con ayuda del significante como queriendo salir de la cadena significante, más se mete en ella y en ella se integra, más se convierte él mismo en un signo de dicha cadena. Si la anula, se hace, él, más signo que nunca. Y esto por una simple razón –precisamente, tan pronto el sujeto está muerto se convierte para los otros en un signo eterno, y los suicidas más que el resto. (pp. 253-254). 


Pero, ¿qué de lo humano para Lacan no está irremediable y paradójicamente sometido al orden significante? Ya Deleuze y Guattari vieron cómo el psicoanálisis se sirve del double bind para que Edipo sea incuestionable. Agregaríamos que Lacan hace lo propio con su famoso registro significante. Herman Burger, poeta suicida, creador del Tractatus Logico-Suicidalis, constantemente articulará la figura suicida con la del ilusionista, el prestigitador, cuyo modelo será Harry Houdini. El necroanálisis, aprendiendo de las voces suicidas, agregaría que el suicida es un prestigitador al significante, escapista de divanes. 

Lo que diferencia al suicida del mago especializado en desapariciones es la imposibilidad de aparecer(se) otra vez después del escamoteo, de la desaparición. Sin embargo, los dos se regodean con igual placer en el susto que se llevan los espectadores ante el hueco que queda donde antes estuvo la paloma. ¿Por qué resulta tan chocante la exhibición de ese hueco existencial? (…) La muerte de un suicidante es más que la muerte. En el panteón de cadáveres del universo el eco resuena: “El número al que llama no existe”. (pp. 160-61) 


Algún lacaniano podría decir: “El hueco es contorneado por el significante”. Quizá no haya manera de suicidarse –manera humana, al menos, con todas las compilaciones que involucra la dicotomía cultura/naturaleza, que ya ha sido puesta en cuestión en muchos lugares– sin servirse del significante, pero ese no es el quid de la cuestión, sino más bien ¿a quién le sirve el significante? o ¿quién sirve al significante? 

Es precisamente la imposibilidad de aparecer de nuevo lo que da al suicidio su estatuto de acto entre los actos. En “Televisión”, Lacan (1974/1993) dará acaso su más famosa definición sobre el suicidio: “El suicidio es el único acto que tiene éxito sin fracaso. Si nadie sabe nada de él, es porque procede del prejuicio de no saber nada” (p. 131). Gracias al libro de David Vargas (2020), El suicidio como acto y sus paradojas, hemos caído en cuenta de que la traducción antes citada (la de Óscar Masotta y Gimeno-Grendi) incurre en un pequeño pero relevante equívoco. En cambio, la versión de Otros escritos, traducción de Graciela Esperanza y otros, rezaría así: “El suicidio es el único acto que puede tener éxito sin fracaso” (Lacan, 2012, p. 568). Esta importante diferencia entre un “es” y un “puede ser”, de lo necesario a lo contingente, le servirá a Vargas para argumentar que el suicidio tendría una dimensión de excepcionalidad paradójica con respecto al conjunto de los actos, echando mano de la paradoja de Russell. De este modo, se concluye en su texto —siempre fiel a Lacan— que el acto suicida siempre fracasa en algo. “No es necesario que quede como tentativa para que de todos modos sea fracasado, completamente fracasado desde el punto de vista del goce” (Lacan, 1971/2022, p. 38).

Vargas propone traducir la frase de “Televisión” como “el acto que podría tener éxito sin fracaso”; es decir que, actualmente al menos, nunca lo tiene. Pero en la traducción literal hay dos posibilidades (que Vargas redujo a una sola, la del fracaso): que triunfen de manera redundante (éxito sin fracaso), o que triunfen a medias.

En la traducción literal es claro que se pueden malograr, pero siempre teniendo éxito, y esto corresponde a la paradoja de Russell. Pero en el caso de considerar la posibilidad de que sea un éxito sin fracaso, la paradoja resulta perturbada, quebrantada. Por supuesto, una manera de volver a pegar las piezas de la paradoja sería insistir en que el suicidio, al participar del acto, aun excluido del conjunto de actos (que siempre fallan), sigue perteneciendo al conjunto de los actos (y así ad infinitum). Lo que nos importa es lo que de estas lúdicas intelecciones se desprende:  

la objeción en cuestión radica en que el suicidio implica un fracaso definitivo de la insistencia del goce que acarrea la repetición, además de ir en contra de la ética del Bien-decir al imposibilitar que el sujeto soporte y lea las consecuencias de su acto (Vargas, 2020, p. 179).


El psicoanalista lacaniano tendrá su objeción al suicidio como la tendrán, mutatis mutandis, lxs psicólogues, les mediques, sacerdotes, familiares, amigues, vecines, etc. San Agustín decía que el suicidio es un asesinato y, tanto peor, un asesinato del que ni siquiera podrás arrepentirte. Quizá no pueda ser de otra manera para los dispositivos psi, pero lo que sí quisiéramos es dar un ligero paso más, con el testamento de Herman Burger en la mano: 

Cuando alguien se retira voluntariamente de la liga de los vivos, se extiende una acalorada preocupación, como si el retirado fuera de su propiedad. Una preocupación que nunca le mostraron en vida. (p. 216)


No habría que menospreciar el gesto cínico (del cinismo filosófico, la mordedura de perro) de denunciar la hipocresía social, sobre todo si viene de alguien que padeció episodios depresivos crónicos; es decir, que sabe de lo que habla. Nos deja ver cómo la preocupación humanista, llamémoslepor el suicidio puede servir de coartada, de distractor, en el que cada quien puede tener su porción de gratificación moral a través de la denostación, de impedir un potencial suicidio, inclusive ayudando a llevar a cabo duelos, pero que el mundo del individualismo y de la competencia, en fin, del capitalismo salvaje, siga su curso, como se supone que debe ser.  

Esto no significa que las prácticas psi no hayan hecho ya bastante dentro de los límites que ellas mismas, en el mejor de los casos, identifican. He corroborado en mi praxis cómo un proceso analítico y terapéutico impide que alguien se deje morir, como también he visto que lo logra un trabajo sindicalizado o unas vacaciones en Tulum. El problema es querer aplicar las reglas de un dispositivo que le sirve al significante al tiempo que se sirve de él, asumiendo en el acto enunciativo un principio que viene rigiendo toda la tradición del pensamiento ético: que ser –aun siendo inevitablemente doloroso– es mejor que no ser. Esto no va de suyo, es más bien una petición de principio que habría de ser cuestionada. Julio Cabrera realiza esta tarea en su Crítica de la moral afirmativa, sirviéndose de la diferencia ontológica de Heidegger entre ser y entes (entre la estructura per se del ser y las meras cosas intramundanas) y un singular radicalismo kantiano en el que tomará a la posibilidad del suicidio como una idea regulativa. Desde lo que él bautiza como la ética negativa, propone:  

El suicidio, lejos de ser, en esta perspectiva, el máximo pecado moral, se convierte en un acto que tiene más posibilidades de ser moral que muchos otros actos, ya que desocupa el espacio de lucha contra el otro; aunque también perjudica, no lo hace más que el resto de los actos humanos; el acto suicida es tan reactivo y costoso como los otros, pero tal vez lo sea menos (en la medida en que es un retirarse, un dejar de defenderse, un desistir); y es sin duda el último acto desconsiderado. Aun perjudicando, podemos perjudicar más quedándonos que marchándonos. (En cualquier caso, del desvalor de la vida humana no se sigue el suicidio como necesidad, sino como posibilidad: cada uno de nosotros debe decidir si continúa luchando contra la terminalidad de nuestro ser o no, asumiendo los costos morales del continuar. (Cabrera, 2014, p. 238).

Mientras que la objeción al suicidio en tanto acto fallido al nivel del goce que no permite regresar a rendir cuentas a la lectura, siempre retroactiva, del significante, nos parece más bien ubicar al significante con un pie en una dimensión estructural y con otro en la dimensión intramudana. Antes de Heidegger, la dimensión estructural del ser es mostrada por Schopenhauer (2005) de la siguiente manera:

El dolor es esencial a la vida y no proviene del exterior, sino que cada uno de nosotros lo llevamos dentro de nosotros mismos… Siempre buscamos una causa o un pretexto exterior del dolor… así continuamos hasta el infinito… hasta que encontramos un deseo que no podemos satisfacer ni renunciar, que podemos achacar siempre el ser la causa de nuestros dolores, en vez de acusar a nuestro propio ser. (p. 249).


El psicoanálisis como proceso clínico implica pasar de esos objetos intramundanos que son pretextos para no acusar a la dimensión fundamental del ser… a la falta-en-ser, en terminología lacaniana. Ahora bien, entender que esta diferencia ontológica/estructural es efecto de significante (así como el significante es la causa del goce), no le confiere ipso facto valor a la vida. En todo caso, e igual como Cabrera admite que es el acierto de Nietzsche, la única manera de valorar la vida más allá de la argumentación es mediante sí misma; la vida revalorizándose. La ética del psicoanálisis sigue valorando la vida desde una acrítica afirmación del ser sobre el no-ser (ética afirmativa), y de una especie de omnipotencia valorativa del significante en su repetición que es producto de una función social; es decir, de un dispositivo donde la gente paga por ser atendida por un profesional y encontrar cierto alivio al dolor existencial.

Pero se puede reconciliar el uso del significante con la vitalidad, sin la necesidad de caer en la objeción al suicidio, mucho menos en una prohibición. Justamente, es a partir de la temporalidad dislocada que el significante introduce que Cioran puede decir: “No merece la pena matarse. Uno siempre se mata demasiado tarde” (1973, p. 39). Se sabe que Cioran no se suicidó, aunque estuvo a punto de hacerlo. Escribir En las cimas de la desesperación lo preservó del suicidio a los 22 años. Aunque no todxs tenemos el privilegio de una pluma tan sobresaliente, la escritura y, en general, el proceso de subjetivizarse a partir de cierto tipo de obra, puede aplazar la decisión o el arrebato suicida. Ya él mismo decía que la sola idea, la sola posibilidad de suicidarse sirve para no hacerlo. Nos consta a más de unx. Se puede pensar que Cioran inspiró en acto a la propuesta de Cabrera sobre el suicidio como idea regulativa.

El necroanálisis se propone como una ética-política del suicidio, por lo que primero tuvo que agitar el avispero de la patologización cuyos zumbidos repetían una sentencia arcaica: el suicidio es el Mal. Empero, desde el aparato crítico-conceptual que poco a poco hemos intentado armar, consideramos que también cabe responder a una pregunta crucial: ¿qué queda aún para no volarse los sesos?

¿Cómo es que seguimos sosteniendo este suplicio en medio de las vejaciones y el vilipendio a las que nos somete el capitalismo? Esta pregunta habrá de ser respondida a partir de la experimentación. En Spinoza, la ética es precisamente el llamado a que los cuerpos experimenten con sus grados de potencia, puesto que no habría una cosa buena o mala a priori. De allí que se haya consensuado una diferencia entre ética y moral, pues esta supondría justamente principios trascendentes que organizan y dictaminan. Por ende, una ético-política del suicidio no puede ser entendida vulgarmente como una invocación para ver cuál es la mejor forma de matarse, pues ya estaría dando por hecho que el suicidio es un bien.

Philipp Mainländer, filósofo de mediados del siglo XIX, propone una ontología sostenida en el suicidio de Dios como principio inmanente. Solamente existía Dios, en soledad absoluta, y es cierto, por tanto, que no estaba restringido por nada situado fuera de Él; así que su poder, considerado como omnipotencia, no estaba restringido por nada que estuviese fuera de Él. Pero su omnipotencia no era frente a su propio poder; o, en otras palabras: su poder no podía aniquilarse por sí mismo, ni la unidad simple podía cesar de existir por sí misma.

El único acto de Dios, la dispersión en la pluralidad, se representa como la ejecución [Entschlusses] del acto lógico, de la decisión de no ser; o, en otras palabras: el mundo es el medio [Mittel] para alcanzar el fin del no ser (Mainländer, 1876/2019, p. 338).


Si el mundo es la pluralidad que reconocemos habría que suponer que antes fue una unidad y que busca volver a ella. Lo que entendemos por mundo, realidad, vida, solo sería un rodeo (a la vez necesario) para alcanzar la meta inmanente del no-ser. ¿Acaso esto nos recuerda a alguien? Sostenemos que la ontología del suicidio de Dios se hizo presente en la elaboración de la tesis de Freud sobre la pulsión de muerte.

Freud dice que la pulsión de muerte es paradójica, puesto que busca alcanzar un estado anterior mediante rodeos que bien podemos llamar vitales. Pero ese estado anterior es una especie de punto cero ontológico, un no-realizado, como Lacan define al inconsciente en su seminario 11. De allí la soldadura originaria que hubo de la compulsión a la repetición con la pulsión de muerte: siempre se repite un fracaso en la plena simbolización. Freud elaboró la pulsión de muerte pensando en fenómenos de repetición de experiencias displacenteras, como los sueños que reviven el trauma o los juegos infantiles que trocan en actividad lo que en su momento fue vivenciado pasiva y dolorosamente. Es como si el cadáver del Dios suicida de Mainländer respirara a través de la pulsión de muerte. Pero lo interesante es que este sombrío filósofo pesimista escribió su Filosofía de la redención como parte de un proyecto. Se ahorcó una vez sabiendo publicado el primer tomo. Un suicidio como argumento ontológico.

Mainländer reserva la decisión suicida a aquellos que él considera los sabios. Pero en su ética es claro: “La filosofía inmanente no puede permitirse condenar, ni puede hacerlo. No exhorta al suicidio; pero en aras de la verdad, debió destruir los poderosos y temibles motivos que se le oponen”. (p. 360).

Poca atención se ha prestado al hecho de que el suicidio no sea un fenómeno clínico trabajado en el texto donde Freud postula a la pulsión de muerte, Más allá del principio del placer (el suicidio es solo abordado alusivamente, en cuanto vuelta a lo inanimado o acaso con esas células que fenecen para dar lugar a organizaciones más vastas). ¿Por qué luego se volvieron casi indisociables suicidio y pulsión de muerte? ¿Acaso responde a la homologación en la moral afirmativa de no-ser = mal? De cualquier forma, hay una deriva de la pulsión de muerte en que se puede considerar como arma psíquica y social (pues la pulsión viene del Otro) contra la muerte que no sea la elegida, y esto no involucra necesariamente suicidio. Un ejemplo paradigmático es la resistencia de los cuerpos más vulnerables a esa necropolítica capacitista de la pandemia que reza: “Que se muera quien se tenga que morir, les sanites tienen que volver a la normalidad de la producción y el consumo”.

Si entendemos por necropoder o tanatopoder la capacidad de dar, producir y administrar la muerte, hay que pensarlo en entrecruce con el biopoder que ya Foucault nos mostró sus sutilezas. Tendría que ser innecesario recordar que no es que uno sea el malo y el otro el bueno. Funcionan juntos.

El necroanálisis va en dirección opuesta a una necropolítica como la que el capitalismo entroniza. El prefijo necro aquí tiene el sentido de tomar la figura suicida no como un ideal político (el gran suicidio masivo o algo por el estilo), sino como otro modelo de los procesos productivos del inconsciente, similar a la manera en que Deleuze y Guattari utilizaron al esquizo para construir el esquizoanálisis. Pero el necroanálisis no busca ni por asomo promover el suicidio. Es bien sabido que la máquina D&G no estaba promoviendo que la gente pasara por las nada envidiables penurias de volverse locx, sino que estaban proponiendo una alternativa al modelo del neurótico recostado en el diván. Así como ellos propusieron que la esquizofrenia es el límite absoluto al capitalismo, ¿se podría pensar lo mismo del suicidio? Lo que sí puede decirse es que, así como el capitalismo es esquizofrénico, también es suicida. Quisiéramos proponer al necroanálisis como una herramienta crítica al servicio de las luchas anti-capitalistas.

El necroanálisis no es el reverso maldito y pro-suicida del psicoanálisis o de los dispositivos psi, sino que es una suerte de descentramiento de su hegemonía explicativa en el terreno de la salud mental. Pensar al suicidio dentro de una lucha política, con la decisión de morir a mi manera, sea suicida o no, pero –y aquí vienen los casos de excepción de toda ética– sin rebajarlo a un mero chantaje o culpabilización, sin dejarnos abatir por el capital, sin dejar que el fascista en nosotrxs domine.

Resistir.

Hasta donde sea posible. 



*Raúl J. Betancourt

Psicoanalista, psicoterapeuta en @psicodivergencia (Instagram) 

Doctor en Psicología por la Universidad Veracruzana. 


Bibliografía

Burger, H. (2017). Tractatus logico-suicidalis. Matarse uno mismo (1988). Valencia, España: Pre-textos.       

Cabera, J. (2014). Crítica de la moral afirmativa. Una reflexión sobre nacimiento, muerte y valor de la vida. España: Gedisa.

Cioran, E. (2023). Del inconveniente de haber nacido (1973). España: Taurus

Foucault, M. (1999). “Un placer tan sencillo” (1979). Estética, ética y hermenéutica. Obras esenciales, volumen III. España: editorial Gallimard.

Lacan, J. (2007). “Las formaciones del inconsciente”. (1957-58). El seminario, libro 5. Argentina: Paidós

Lacan, J. (2012). “Saber, ignorancia, verdad y goce” (1971). Hablo a las paredes.Argentina: Paidós.

Lacan, J. (1993). “Televisión” (1974 [1973]). Psicoanálisis, radiofonía y televisión. España: Anagrama.

Lacan, J. (2012). “Televisión”. Otros escritos. Argentina, México, España: Paidós.

Mainländer, P. (2019). Filosofía de la redención (1876). España: ediciones Xorki.

Schopenhauer, A. (2005). El mundo como voluntad y representación. España: FCE.

Vargas Castro, D. (2020). El suicidio como acto y sus paradojas. Argentina: Letra Viva.


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