En las siguientes líneas se deslindan una serie de hipótesis sobre un tópico presentado en un texto anterior. Se trata de plantear una revisión crítica de la noción vulgar de trabajo que hemos incorporado lxs psicoanalistas, intentando simultáneamente indagar sobre un obstáculo disciplinar especifico, que obstruye la identificación del trabajo de psicoanalista, así como la autopercepción de trabajadorxs del psicoanálisis.
por Juan Pablo Pulleiro*
...gil trabajador Bestia humana que duermes aún De la cuna al ataúd Extraviada del rumbo a seguir Por ignorar que no existe el fin Del que escapar
Hermética, Ácido Argentino [1991]
La crisis que registramos a partir del Covid ha sido reveladora: un analizador que pone un poco de luz sobre la crisis del trabajo que desde hace décadas transcurre en nuestra sociedad. El psicoanálisis como campo no estuvo al margen. Podríamos extendernos enormemente en esta situación y, aunque pensamos que nos lo debemos, vamos a limitarnos a un par de consideraciones bien constreñidas. Sabemos que en nuestro campo existían debates en torno a las condiciones de posibilidad de la clínica psicoanalítica en la modalidad virtual[1]. Pues allí se pondrían en juego algunos principios de la práctica. Tenemos entonces la experiencia de la pandemia: ¿adiós principios? O peor: adiós debates. ¿Qué conclusiones hemos sacado? Algunxs se han animado a defender la virtualidad, a desarrollar ciertos argumentos. El debate, en general, hizo foco en cuestiones referidas a la suficiencia de la palabra, frente a la insustancialidad del cuerpo psicoanalítico y (o vs) el valor de la “presencia” ante la ausencia del cuerpo. Llamativamente fueron escasas, en tales circunstancias, razones que pusieran sobre la mesa postulados que usualmente son significativos para orientar la práctica. Y es que muchas veces lo que proponemos (frecuentemente rosando el clisé aunque nos cueste aceptarlo) como formas de conducir el trabajo analítico parecen solo regir para el analizante, para muchxs “único sujeto de la clínica” (la idea ya está cuestionada en la primera entrega de esta serie, aunque esta vez podemos ir un poquito más lejos: ¿el analizante es o lleva un sujeto?).
Queremos señalar que las defensas y los rechazos no pudieron reponer una sesuda elaboración respecto a lo que se pierde y a que en definitiva “pasar a la virtualidad” conlleva un posicionamiento que debe dar cuenta de ello. Asimismo, es seguro que pasar a la virtualidad ente gallos y medianoches incluyó una serie de modalidades creativas que poco se transmiten en torno a captar fenómenos que no son audibles -o no verbales desde autores como Laplanche- y que sí son relevantes para la clínica, es decir que seguramente existieron recursos técnicos y ajustes del encuadre creados al calor de la virtualidad generalizada que nos debemos poner en común. Pero digamos que la creatividad del analista no está muy bien vista en lo que hace a los dispositivos y encuadres, solo parece tomar valor cuando se la transmite para mostrar algún efecto fantástico de la clínica. Lo mismo tiene que ocurrir respecto a debates en los que se exponen ideas -en general refiriéndose a niñxs y jóvenes- que anticuadamente ensalzaban cuestionamientos de la virtualidad como lazo social sin más que con algún seudoargumento muy próximo a “vínculos eran los de antes”, denegándose ese estatuto a nuevas formas de lo común generadas por la tecnología y en particular por el mundo virtual. ¿No sería entonces necesario -ahora que la virtualidad llegó para quedarse como medio de análisis- que para sostener una mínima dignidad intelectual se pueda reconocer algún sesgo a partir de semejante volantazo? Otra indagación plausible deviene cuando ante la pretensión de “volver a la presencialidad” (es interesante escuchar el cansancio singular que atender virtualmente genera en muchxs colegas) y el surgimiento de resistencias de algunxs pacientes nos brotan ideas sobre estos que suelen gravitar en cualidades como la holgazanería, sentidos que también arrastran la virtud del trabajo y de “hacer trabajar” “de alguna manera” a determinados pacientes (cuando no a todxs). Lo que no vemos a veces es que ese paciente ya se encuentra fundido por las imposiciones de una sociedad en la que -¿coincidencia?- se impone un trabajo sin límite como ideal. En ese sentido, el pago, “¡que pagué de alguna forma!” (tenemos la certeza de que el pagar es condición sine qua non porque le suponemos siempre un sentido sedimentado a tal significante: una cesión de goce y/o un tope en tal acto a las demandas de amor armadas en situación analítica) puede no solamente responder a las fórmulas que reproducimos, sino que debe desengancharse del tándem trabajo-dinero. Si el dinero es antes que nada dinero, si los subrogados que metaforizamos no dejan de ser una cadena de subrogaciones, podemos comenzar a visibilizar que “que pague” puede caber también en los cánones del trabajador ideal. Entre el Ello que exige trabajar y el superyo, gozar. Hacer trabajar, y hacer pagar puede llevar al siguiente desliz sustitutivo: de la cesión de goce a la sesión de goce.
Aquí nos permitimos incorporar tres elementos para seguir pensando este tema. El primero, tiene que ver con el significado del trabajo. No somos aficionados de las etimologías lingüisteras pero en este caso se observa una trayectoria semántica que habla de cierta materialidad. En su origen, el término trabajo (y hasta la modernidad) en casi todas las lenguas europeas referiría a actividades impuestas como forma de tortura y de vejaciones, tanto como a actividades vinculadas a la servidumbre, realizadas por personas que no disponían de su voluntad (esclavxs, ciervxs, etc.), también a modalidades de castigo (en nuestra lengua y en nuestra cultura “¡que pague!” resuena aún a ello). La evolución del trabajo fue transformándolo en un “esfuerzo penoso”, siendo recién con la modernidad capitalista que adquiere el sentido “común” que le damos, que suele ocultar y/o remplazar tal tenor por el trabajo como forma de realización, que supone la libre venta de la fuerza de trabajo y que actualmente, en su versión más manifiestamente individualista, nos propone ser empresarios de si mismos. Tales consideraciones ya nos hablan de que toda mirada humanista y esencialista sobre el trabajo reniega de sus vistillas capitalistas. Y que como señala Marx (reconociendo que no está exenta su obra de la perspectiva transhistórica y humanista) es con la modernidad capitalista que el trabajo se consuma de manera contradictoria por detrás de la apariencia dada por la libre venta de la fuerza del trabajo (en consonancia con la libertad legada en el programa moderno) como una actividad no libre, inhumana e insocial. Podemos afirmar que, si antes de la modernidad capitalista el trabajo era una actividad de los no-libres, con el capitalismo se convierte en un destino (más convincente que la anatomía…). Puesto que el capitalismo ha logrado con la expansión del trabajo al conjunto del socius una forma de dependencia servil generalizada. Lo inhumano del trabajo capitalista consiste así en su finalidad inhumana: el tributo a la lógica del valor. Lógica escindida y automatizada que rige la vida en nuestra sociedad:
...la generalización del trabajo se vio acompañada de su «cosificación», a través del sistema moderno de producción de mercancías: la mayoría de las personas ya no están bajo el látigo de un único señor. La dependencia social se ha convertido en un conjunto de relaciones abstractas del sistema y, por lo tanto, se ha vuelto total [2].
Una lógica así como venimos describiendo es una lógica inconsciente, que se impone por supuesto en la clínica. Como propone Tomšič, en un análisis el analista “permite al sujeto estar advertido de su posición en un régimen de producción dado, es decir, que el sujeto está constituido(…) en el caso del capitalismo como una mercancía –fuerza de trabajo”[3]. Por eso, el segundo elemento que conviene contemplar en torno al pago es que la única manera de pagar es trabajando. Para luego -tercer elemento que proponemos- poder pensar si más bien no sería una vía de desenganche de la dinámica pulsional remplazar nuestra visión vulgar del trabajo por una específica a condición de realizar una crítica negativa de éste y formular otras coordenadas para el trabajo y el trabajo psíquico (a producir en el análisis y no solo en él), así como poder dudar del carácter general que le damos al pago, necesariamente como única vía regía que limite la “inevitable” demanda -y oferta- de amor. En esta última perspectiva es posible llamar la atención sobre la advertencia guattariana respecto a que en el capitalismo contemporáneo hay demandas que no pueden sino estar armadas sobre la función tecnocrática de los profesionales de la salud mental (cuya inscripción estatal a veces renegamos y otras veces subestimamos al observar y al denegar su rol en la reproducción sistémica) en la sociedad del trabajo. Allí se nos demanda una función en la consumación de la lógica del capital, a partir de un claro rol psicopolítico y psicopolicial en la refuncionalización de la fuerza de trabajo y de la selección de lxs excluidxs de la misma, respectivamente. Ser garantes del trabajo es un lugar que no nos conviene si queremos conservar nuestra honra subversiva.
Ahora bien, retomando lo que la crisis del covid develó, queremos indagar en torno a un obstáculo corporativo, que se pone como precondición para asumir premisas como las recién enunciadas. Una posible y muy tangible explicación que puede valer el caso de la adaptación a la virtualidad -siendo que en el debate sobre esta prontamente llevó a revertir las proporciones de defensores de la presencia y detractores de la de la misma- es que había que laburar. Para la mayoría de lxs trabajadorxs psicoanalistas no había otra. Y que, entonces, esta necesidad indubitable se asume como una motivación válida, aunque casi nadie la dimensione como tal. Pero no creemos que nos haya convenido tal éxodo de dar(nos) razones, de aprovechar una transformación así para poner en duda conceptos o preconceptos, y hasta podemos suponer que allí hay probablemente mecanismos defensivos funcionando. Lo que está claro es que a lxs psicoanalistas no les resulta nada sencillo asumirse como trabajadorxs y que la figura del profesional liberal ya poco representativa persiste en su eficacia. La pandemia nos vino a recordar en un nivel exponencial algo que ya sabemos y de lo que los analistas podemos dar múltiples ejemplos (como el que describe Natalia Maldonado en “Notas sobre el tiempo de la agonía”[4]): que la lógica incesante de la valorización del capital no se puede detener, ni aunque se ponga en riesgo la existencia, que como roca viva (abstracción real, cosa física-metafísica) no tiene consideración por la humanidad, sino solo por expandir su propia lógica. La oportunidad que perdimos allí fue la de contribuir a una crítica negativa del trabajo como engranaje de servidumbre generalizada, de mostrar que con la pandemia tuvimos cierto registro del límite subjetivo al que nos lleva la sociedad del trabajo y su exigencia ilimitada.
A nuestro modo de ver, en este estado de situación resulta inverosímil no habernos puesto a pensar en la forma en la que los medios de producción no pueden sino imponérsenos. Tenemos ciertos vicios: suponer que nuestras categorías son extra-capitalistas y que al consultorio la lógica del capital no entra. No la dejamos entrar, nos abstenemos de satisfacer sus demandas por el mero hecho de ser psicoanalistas. La pandemia nos hizo hacer el ridículo [5]. ¿Se acuerdan cuando el psicoanálisis denunciaba el malestar en la cultura (capitalista como agrega lúcidamente Tomšič)? ¿De cuando era una teoría crítica? Hay excepciones, se nos ocurren dos: una charla-debate con Dejours organizada por la Revista Topía[6]. Un texto colectivo escrito por jóvenes analistas[7].
Ambas intervenciones durante la pandemia se focalizan en aristas comunes y complementarias. En el caso del francés, señalando la ingenuidad de ensalzar sin más la adaptación a las nuevas condiciones, sin observar los procesos de explotación y precarización en las que se enmarcan tales novedades. En el caso del texto colectivo, señalando que entre lxs jóvenes psicoanalistas argentinxs no había más que noticias de ayer y que la precarización es una cualidad de las más agobiantes de la organización del trabajo de psicoanalista. Esta organización, solo de modo parcial, hoy puede caracterizarse por la clínica liberal en general idealizada (y demás está decir que esto no excluye la existencia de condiciones de explotación y alienación como en cualquier otra profesión liberal). ¿Nos hemos puesto a pensar lo determinante que es esto en nuestra práctica? Ya no denunciamos nada: la duración de las sesiones, la duración de los tratamientos, la obligatoriedad de diagnosticar según criterios impropios, la atención de “asociadxs” de OOSS y prepagas violentadxs por estas mismas, la atención estandarizada de las instituciones públicas y privadas a las que solo le importan estadísticas y los números. ¿Alguien puede creer que no cambia el modo de atender si hay que trabajar con 40 pacientes, que si se trabaja con una cantidad definida en función de criterios disciplinares? ¿Alguien se puso a pensar cuál sería el número de pacientes con el que se podría trabajar con la disponibilidad que se requiere y vivir dignamente? ¿Reflexionamos lo suficiente sobre la tensión existente entre el uso de los honorarios como supuesto elemento variable del encuadre (¡vamos!… ¿Cuántos pueden permitirse eso? ¿con qué margen? ¡Siquiera podemos encontrar alguna mínima regulación de los honorarios que nos ampare mínimamente frente a la ley del mercado!) y la precarización existente en nuestro campo? Seguro que sí, pero el problema es que tales imaginaciones no suelen desbordar la forma de una fantasía individual de frustración: Realismo capitalista. Las condiciones de producción se imponen. Y lo hacen, sobre el tiempo de trabajo, y sobre el tiempo de ocio. Trabajar de analista requiere tiempo, un tiempo mucho mayor que el que se dedica de manera concreta en cada sesión. Nuestros honorarios apenas cubren los gastos de la reproducción de nuestra fuerza de trabajo en la mayoría de los casos, la precarización del trabajo deriva en límites claros (cuando no en deudas que se pagan no pagando otra cosa) para la dedicación necesaria para construir los casos, supervisar, formarse y analizase. Cuando no hay tiempo hay más chances de que nos dejemos trabajar, de perder nosotros esa construcción del análisis que supone asumir nuestra posición en la estructura social. Y ni hablar del tiempo de ocio… voceros (¿infiltrados?) súper doctorados de la precarización nos quieren hacer creer que lxs psicoanalistas cuando realizamos nuestra práctica (nuestro trabajo) estamos cultivando el ocio, y lo que es más burdo: que el psicoanálisis no es un trabajo, porque en lugar de vender fuerza de trabajo ofertamos amor y deseo. Vaya metáfora: Amor y deseo en el lugar de la imposición y violencia del totalitarismo del trabajo. Esa es la máquina psíquica ideal del capital. Empezar por casa entonces supone al menos dos movimientos: el primero, reconocernos en inmanencia del capitalismo, aceptar que primero estamos obligados a trabajar (por supuesto que esa ley se impone de manera desigual, por supuesto hay psicoanalistas burguesxs o rentistas, y lo mismo rige para nuestrxs analizantes, obviamente salvando que atendamos capitalistas), no hay salida (¿nos percatamos?). Existe un régimen totalitario de dominación mediante el trabajo. En segundo lugar, que la realidad más representativa de lxs psicoanalistas es la precarización, y que ello es relevante para la práctica posible. Y para quien pretenda defender el ideal del que venimos hablando basta con contraponerle -por nombrar rápidamente un ejemplo- las limitaciones que surgen de alquilar un consultorio. Recuperar una sesión muchas veces es un lujo que solo pueden darse quienes poseen consultorio propio. Aún más, cualquier supervisor con dos dedos de frente o colega que hable de la clínica con otrxs más allá de ese dispositivo puede escuchar la contradicción que sienten muchxs colegas a la hora de realizar una intervención cuyo efecto puede tener como probable consecuencia que un paciente no vuelva. También escuchamos a esos colegas frustrarse ante respuestas que enarbolando "la causa", superyoicamente les pretenden imponer los costos de sostener una supuesta “posición psicoanalítica”, que no es otra que una posición propia de psicoanalistas privilegiadxs. Las condiciones de vida se imponen. Y tales movimientos no van a advenir de ningún pope...
Eso no es todo: las condiciones de producción se imponen, también, en la técnica y los dispositivos. Frenemos el delirio de extracapitalismo. Hasta para un tipo liberal como Freud reflexionar sobre tales condiciones de la práctica se le tornaban una misión irrebatible. Era explícito a la hora de dar cuenta de la relación inherente entre generarse los medios para subsistir y las delimitaciones del encuadre. Incluso proyectaba transformaciones en encuadre y método en función de la institucionalización del psicoanálisis. El brete es que ello quedó limitado por la metáfora del oro puro y el cobre. Pero hay que hacernos cargo de que no siempre se trata de volver a las fuentes (es decir al origen del dispositivo… es decir que ya está todo dicho), sino en principio al pensamiento. Cuando Lacan inventó el tiempo variable de la sesión, seguramente no imaginó que el problema lo íbamos a tener para hacer durar las sesiones y que la sesión “corta” se iba a estandarizar: las condiciones de producción se imponen. Las prepagas, las obras sociales, las instituciones obligan a acortar las sesiones. La defensa de una temporalidad psicoanalítica (formulada como queja cuando comenzaban a exigirse esas condiciones) fue ineficaz desde la nula organización colectiva para hacerle frente.
En ese contexto, el ideal del profesional liberal, corre siempre el riesgo de ser sin más un ideal neo-liberal. Una metáfora del sálvese quien pueda, del ejercicio en solitario, de la competencia. Demás está decir que ese “ideal” se nutre de la precarización de lxs psicoanalistas comunes y corrientes, ya que el mercado del pope psicoanalista está solo habilitado a ricos y a… psicoanalistas, que pagan cuantiosas sumas por (¿amor?) analizarse o supervisar con quienes se sitúan en el lugar del saber. Verdad de Perogrullo: saber=poder. Desde el grupúsculo sectario de los anillos que organizó Freud, pasando por el monopolio de la APA, a la proliferación de las instituciones lacanianas: lo que hay en juego para acceder a esos lugares es poder.
Ahora bien, la pureza del psicoanálisis debe ser repensada a partir de las transformaciones sufridas -¿también precarización mediante?- de la población “consumidora”. Hablar hoy de algún tipo de práctica “pura”, no parece más que un resabio nostálgico que muchas veces es portador de diversos microfacismos; El más corriente es el furor de adjudicar incapacidades analíticas a quienes deberían hacer las veces de analizante, salvándonos de reflexionar sobre nuestras herramientas para intervenir y producir las condiciones de un análisis. Entonces, simultáneamente con la precarización de nuestras condiciones de venta de fuerza laboral vemos una diversificación de la clínica, diversificación que como ocurre con otras diversidades no deja de activarnos un reflejo que induce al conservadurismo y a la jerarquización. Paradójicamente si algo parece darle lugar a nuestra práctica es lo impuro, si hay clínica será siempre en ese punto en el que el sufrimiento es índice de conflicto, de ambivalencia y contradicción. El psicoanálisis puro es un verso elitista, tras el cual se deforma un legítimo anhelo impotentizado en nuestras realidades precarizadas y en el solipsismo depresoide del realismo capitalista reinante: cobrar dignamente y trabajar menos. Privilegio de pocos salvo que se alcancen algunos mínimos consensos colectivos, movimiento que requiere -como venimos sosteniendo- conocer nuestra posición en la estructura social en la que vivimos: proletarixs y mercancías. Precarizadxs será difícil que nos desplacemos de la adulación y subsunción al trabajo capitalista.
Reconocemos que no hay originalidad en este planteo, pues la implosión de la APA en los 70´s está bien documentada y ya su crisis se halló atravesada por la “ubicación del psicoanálisis” en un contexto político específico, tanto como por la incorporación de una mirada clasista en parte del grupo que produjo la ruptura. En la introducción de Cuestionamos[8], Langer denuncia que “...el pensamiento psicoanalítico corriente [escotomiza] el modo en el que la estructura social capitalista entra a través de la familia, como cómplice en la causación de las neurosis y en que se introduce, a través de nuestra pertenencia de clase, en nuestra práctica clínica, invade nuestro encuadre y distorsiona nuestros criterios de curación (…) Cuestionamos además la institucionalización actual del psicoanálisis y su pacto con la clase dominante”[9]. Tales acontecimientos, como cuenta el archivo que podemos encontrar en Las Huellas de la memoria[10] se dan en asociación con el “Cordobazo”, contexto en el cual surge la identidad “trabajadores de la salud mental” en nuestro país. Pensamos necesario pensar hoy -dictadura y neoliberalismo mediante- en qué punto quedó tal proceso, cómo reapropiárnoslo aquí y ahora.
Volviendo al texto -pero sin alejarnos de lo recién expuesto- en el que presentamos (primera parte) los problemas en los que con este y futuros artículos, nos proponemos delinear algunas hipótesis. Empecemos por parafrasear y reformular los planteos citados de la analista austriaca/argentina: el psicoanálisis surge y se desarrolla en inmanencia capitalista, su potencialidad está acotada a una modesta transformación del aparato psíquico capitalista en función de apropiarse de posibilidades que el capital habilita pero también coarta. El capitalismo “no entra” porque no hay nada afuera. Y el trabajo tanto más que la familia (dado que está se organiza en función del primero) es una vía regía para su reproducción. Por ello, y ruinosamente, luego de reconocernos trabajadorxs, nos es imprescindible la tarea de ir contra el trabajo.
Reconocernos trabajadores para dar con los modos más eficaces de mejorar nuestras condiciones de existencia, para romper con estructuras jerárquicas y verticalistas que tienen vigencia en las instituciones hegemónicas y fuera de ellas (¡porque son hegemónicas!), para potenciar el trabajo con otros, la colaboración, la solidaridad de clase y también la contención en épocas de quemaduras. Y si… si quieren lxs cumpas lacanianos: el lazo social también empieza por casa. Todo ello sí, pero sin adular el trabajo. El trabajo, es medio de subsistencia, fue un organizador central de la sociedad capitalista (con las ambivalencias que ello conlleva) y es forma de dominio abstracto, en tanto es mediación social fundamental, que como alertan los marxistas del grupo Krisis justo al momento de su agonía (la tecnología hace cada vez más prescindente y carente de sentido al trabajo humano) se vuelve en “Dios totalitario” (Totem y Tabú es un mito capitalista). En su texto colectivo “Manifiesto contra el trabajo”, Kurtz, Scholz y Jappe entre otros, realizan una serie de orientaciones convincentes para relanzarlas psicoanaliticamente. Ya que para estos autores existen “métodos de ocultación (violencia) respecto a la muerte del trabajo”, estos hacen que dado “el fin absoluto e irracional del trabajo” se produzca una traducción psíquica que resuelve el sinsentido de la vida gobernada por el trabajo capitalista en un conflicto (cuando no directamente en un fracaso) individual o grupal: “Los límites objetivos del trabajo aparecen como un problema subjetivo”[11]. En ese sentido, es que hay un amor perverso por el trabajo, cuya demanda de apego a sus fines absurdos es índice de nuestra disposición incondicional a trabajar. Entre colegas con afinidad política nos resulta sencillo ver esto en la constante insinuación mediática del “vayan a trabajar” (¿importa de qué?), pero nos es mucho más dificultoso establecer y repensar -en su forma actual- el lugar metapsicológíco del trabajo y la creencia en la aptitud organizadora (para bien) del trabajo (¿importa de qué?) como conveniente para lxs pacientes en la práctica[12], cuando por otro lado no dejamos de registrar las implosiones anímicas que el trabajo produce en buena parte de nuestrxs consultantes. Con forma actual, nos referimos a la falta de límite de la actividad llamada trabajo y a su creciente indiferencia por el sentido del mismo, llegando muchas veces a la absurdo absoluto, dando cuenta así que lo que se juega es la consumación de la ley del valor: “Lo importante es que sigan en movimiento perpetuo para que no olviden cuál es la ley que rige sus vidas”[13]. Quizás también dicha conveniencia tenga razones en lo analizado antes: necesitamos que lxs pacientes tengan los medios para comprar nuestra fuerza de trabajo.
[1] En tal contexto página 12 publicó una entrevista a popes del psicoanálisis en plena crisis del covid, uno de estos afirmaba que él ya atendía virtual para el extranjero (psicoanálisis for export). En tal caso, las conclusiones que propongo son las mismas: las condiciones de producción se imponen al dispositivo, la denuncia de tales condiciones está ausente (no se podía esperar mucho en este caso, cierto es).
[2] Crisis, G. (1999). Manifiesto contra el trabajo.
[3] https://lacaneman.hypotheses.org/1885
[4] https://www.revistafroi.com/post/notas-sobre-el-tiempo-de-la-agon%C3%ADa
[5] Otro vicio que tenemos es el de ocultar nuestros malestares: quizás -en ciertos casos- no pudimos hacer mucho más.
[6] https://www.topia.com.ar/articulos/pandemia-y-crisis-trabajo
[7] https://contrahegemoniaweb.com.ar/2020/04/08/por-un-movimientos-de-trabajadorxs-psicoanalistas/
[8] Langer, M. (1971). Cuestionamos: documentos de crítica a la ubicación actual del psicoanálisis.
[9] Quienes consideren vetustas tales realidades pueden consultar el Facebook personal de Jorge Alemán, donde describe su apartamiento de la EOL por su filiación política y en defensa de los conservadurismos políticos vigentes en tiempos de reconguraciones del fascismo mundial.
[10] Carpintero, E., & Vainer, A. (2004). Las huellas de la memoria: psicoanálisis y salud mental en la Argentina de los sesenta y setenta.
[11] Crisis, G. (1999). Manifiesto contra el trabajo.
[12] Por supuesto estamos al tanto de lo arrasador de las crisis y la falta de trabajo en los psiquismos, pero ese es otro asunto. Y con decir esto no intentamos esquivarlo, ya que será tópico de próximas escrituras.
[13] Crisis, G. (1999). Manifiesto contra el trabajo.
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