En diálogo con Paolo Virno, Ignacio Lewcowicz y Donald Winnicott, el autor se pregunta por las dificultades de les adultes para apropiarse de la potencia de la infancia, que se ve degradada en puerilidad. El jugar, aquello que a primera vista parece lo más sencillo y superficial, se revela en multiplicidad de complejidades no intelectuales y en potencias de cambio.
Programa de estudios
La escuela del mundo al revés
Curso básico de injusticia. Curso básico de racismo y de machismo. Cátedras del miedo. Clases magistrales de impunidad. La impunidad de los cazadores de gente. La impunidad de los exterminadores del planeta. Lecciones de la sociedad de consumo. Curso intensivo de incomunicación.
Eduardo Galeano
Paolo Virno, filósofo italiano, en una entrevista que concedió en Bs. As. en el año 2006 afirmó que la cultura neoliberal, la cultura globalizada, es una cultura pueril, diferenciando lo infantil de lo pueril: «Lo pueril es la caricatura de lo infantil. Una caricatura que, sin embargo, es seria. La puerilidad de la sociedad del espectáculo –la sociedad mediática– la convierte en una caricatura de la dimensión infantil. La infancia, entonces, puede significar una crítica posible de la puerilidad de la sociedad global del espectáculo». Desde esta perspectiva, la infancia y su posibilidad de jugar representan una crítica a una sociedad pueril que aparenta seriedad, una solemnidad que es un ‘como si’, una subjetivación neoliberal, que básicamente consume de manera disciplinada pero que cada vez se aleja más del uso y del protagonismo.
«En general los revolucionarios han pensado cómo formar a la infancia. Al contrario, creo que nosotros tenemos que sacar instrucciones de la infancia: extraer de ella las claves para comprender mejor la totalidad de la sociedad posfordista pueril.» La idea que propone Virno de tomar de la infancia las claves para encontrar otros modos de elaboración es semejante a las observaciones de Winnicott que encuentra en el jugar, no solo un medio de expresión o comunicación de conflictos, sino el modo privilegiado de elaborarlos. Es decir, el jugar como un hacer central para lidiar con la ‘realidad’ sin quedar sometidos a ella. Una capacidad para sentirnos en condiciones, no solo de reconocerla sino también de transformarla e incluso de ‘crearla’. El jugar, la transicionalidad, implica la posibilidad de crear lo dado, la posibilidad de crear aún de modo destructivo, para no solo ‘entender’ o ‘aprender’ sino protagonizar, ser agentes, agenciarnos de aquello que necesitamos. «Un saber hacer, un saber estar en el mundo, un saber orientarse cuando hay muchos imprevistos, cuando no hay reglas precisas.»
En esta entrevista, el filósofo nos dice: «La fragilidad de nuestra condición social en la globalización contemporánea tiene solo dos posibilidades: la seriedad de la infancia o el carácter caricatura de la puerilidad.» La infancia a través de la transicionalidad construye y crea un saber hacer, ese saber hacer se puede ir perdiendo en la medida que somos educados por instituciones ‘adultas’ que nos introducen disciplinadamente en el universo del consumo y la productividad. En ese sentido es más común el pasaje de la infancia a la puerilidad, dónde somos mucho más «disciplinados» de lo que podríamos reconocer. Ese disciplinamiento es una forma de insensibilización. Mientras que el sensibilizarnos ante aquello que en alguna medida exige y/o espera su reconocimiento será considerado como un modo de indisciplina, de desadaptación, de desobediencia. Es curioso el considerar que sensibilizarnos, vulnerabilizarnos y dejarnos afectar sean modos verdaderamente revolucionarios de rescatar los aspectos más creativos y al mismo tiempo frágiles de lo infantil.
Lo infantil no confunde la ley simbólica con la ley jurídica, del mismo modo que Winnicott diferencia el jugar, un hacer que construye al universo simbólico con el ‘game’ o juego reglado. En la medida que crecemos y nos tornamos adultos pueriles, terminamos pensando que el jugar queda reducido a lo reglado. Nos inquieta ese jugar que en la medida que se despliega y desarrolla, va constituyendo nuevos universos simbólicos que intentan hacer concebible lo impensable, lo informe. En palabras de Virno: «Un niño seguramente más o menos obedece –hablo de política, no de niñería, de infancia–las reglas sociales, pero el niño las aplica haciendo referencia a una dimensión de experiencia más amplia que esas reglas rígidamente definidas. Las reglas tienen que existir, pero hay una experiencia que quisiera llamar ‘saber hacer’, que es más amplia». «Las instituciones estatales comprenden sólo las reglas y excluyen el saber hacer más amplio del niño, pero también de los hombres y de las mujeres de los movimientos radicales. Las instituciones estatales son instituciones sin infancia.» Es decir que en los niños, cómo aquellas minorías, colectivos y disidencias que han sido sistemáticamente invisibilizadas, existe la necesidad y el deseo de hacerse escuchar, de existir, de tornarse visibles. Pero eso no es algo graciosamente concedido sino más bien el producto de un hacer que va mucho más allá que la obediencia a la ley jurídica. Se trata de un hacer creativo pero que también cuenta con aspectos destructivos y rupturistas. Se trata también de un saber hacer con otros para constituir la masa crítica suficiente para activar un proceso de transformación progresiva.
Virno señala que la formalidad de las instituciones estatales muestra diferentes aspectos de puerilidad: «La experiencia del juego como la experiencia del niño, de la infancia, es una experiencia muy seria. El juego significa enfrentar los imprevistos, calmar el pánico, calmar el miedo. La regularidad de los juegos de los niños es una dimensión de las reglas muy diferentes a las reglas rígidas: la regularidad contra la rigidez de las reglas. Creo que verdaderamente la dimensión del juego de la infancia permite hablar de las instituciones pos-estatales de un modo más concreto.» Se habla aquí de aquello que fue instituido a lo largo del siglo 20 pero que va poniendo de manifiesto lo que no funciona y lo que no anda, de sí mismo y del estado. Esto se ha tornado muy visible en la pandemia. Estos aspectos pueriles de las instituciones son caricaturas de lo que fueron. Es un revestimiento superficial, que sostiene horarios, espacios, protocolos y procedimientos. Pero que hace rato evidencia la ausencia del compromiso subjetivo de sus participantes. Conviven en las instituciones, otras instituciones que funcionan intersticialmente, lateralmente, casi de un modo clandestino, pero no tanto porque se oculten, sino porque se tornan peligrosas para la institución oficial, cuestionan una identidad que la institución oficial no reconoce en sí misma.
«Creo que verdaderamente la dimensión del juego de la infancia permite hablar de las instituciones pos-estatales de un modo más concreto.» Lo post estatal, tal como lo nombraba el querido Ignacio Leikowicz, requiere el poder desprendernos de la puerilidad con que nos infiltra el neoliberalismo, y comenzar a reconocer como lo infantil nos habita aunque desde la modernidad se nos impone renunciar a esa seriedad. Nos impone silenciar el conocido «el rey está desnudo». La cultura pueril en la que vivimos nos impone el «creer» en los medios, en lo que se dice, en los intelectuales orgánicos. En los «vestidos de oro invisibles» del poder. Básicamente nos exige que renunciemos a nuestra experiencia, a nuestra posibilidad de desarrollarla junto a otros. Que renunciemos a nuestras percepciones, sensaciones, afectos, a nuestro cuerpo.
Continúa diciendo: «…la cuestión más importante es qué relación hay entre las reglas y una experiencia mucho más informal que los filósofos llaman orientación en el mundo o capacidad de orientarse en el mundo o apertura al mundo. ¿Cuál es esa relación? Esta relación es precisamente la que el niño puede mostrarnos. El niño vive sobre la frontera entre reglas y mundo de la vida.» El jugar, la transicionalidad va creando, encontrando un mundo en principio informe e infinito, que va explorando, recorriendo, descubriendo. Ese recorrido es frágil y necesita de un sostén que lo posibilite. Ese recorrido también busca una frontera, para saber hasta dónde llega el universo y de qué materiales y consistencias está constituido. Avanzar hasta donde sea posible es el modo de irlo definiendo, al menos transitoriamente. A este respecto podemos citar numerosas experiencias en dónde lo instituido, lo formal, lo adulto funciona claramente como lo pueril, en el sentido de lo incapaz de hacer lugar a lo ambiguo, lo paradojal, lo contradictorio.
Ignacio Lewkowicz hace más de 20 años relataba una intervención en una escuela del interior del país, dónde algunos de los niños que asistían pertenecían a un barrio vulnerable. Estos niños iban armados a la escuela porque en el ambiente en que vivían esas armas les eran indispensables para sobrevivir. A los adultos se les presentó así un dilema de difícil solución dentro de las leyes oficiales vigentes. Si prohibían la presencia de estas armas, iba a implicar el rechazo de los niños que las portaban que ya venían siendo rechazados por su origen. Si permitían la entrada de armas, iba a suponer una complicidad no solo con la portación sino también con el eventual riesgo de que cualquier pelea escolar pudiera transformarse en una situación en donde la vida infantil quedaría en peligro. Fue necesaria cierta creatividad, valentía y capacidad de negociación para acordar con los niños y con la comunidad educativa una alternativa creativa que no excluyera a los niños pero que evitara la violencia. Se acordó la creación de un ‘armario’ dónde se guardarían las armas a la entrada y se las devolvería a la salida. Esto posibilitaba que la escuela fuera un espacio de no violencia que proyectaba sobre el afuera la idea de que las diferencias también podían resolverse hablando. Por otra parte, los adultos de la escuela, para tomarse en «serio» la importancia que tenía el que esos niños pudieran tener una infancia, un lugar donde ser cuidados, tomaban el compromiso de ‘desobedecer’ las leyes vigentes, reconociendo y sensibilizándose ante una infancia, no ideal, sino real, la de un barrio de la periferia urbana en Latinoamérica. Esta transformación creativa también transformaba a los adultos ante los niños. Demostraron estar más preocupados por estos últimos que por el cumplimiento de las normas. Este episodio es una muestra interesante de la importancia de estar abiertos ante situaciones nuevas y conflictivas ya no tanto para diferenciar entre lo que no se puede y lo imposible, sino para encontrar nuevas formas, siempre transitorias, de hacer posible lo que parece impedido por saberes instituidos, normas arbitrarias e instituciones patriarcales.
Dice Lewkowicz: «Las instituciones estatales pueden estar en estado de excepción interno, en el sentido de que por un lado hay reglas, pero la real operación de la ejecución no es hacer reglas, sino que lo que se produce después se presente como adecuado a las reglas, pero en el momento de trabajo hay que inventar todo el tiempo y no obedecer las reglas. A este procedimiento le venimos llamando dimensión clandestina de todas las instituciones: en todas las instituciones hay un espacio entre lo que se supone que hay que hacer y el modo en que realmente se lo hace». A esto, podemos agregar lo que Paolo Virno dice: «Carl Schmitt, un filósofo de la política nacional socialista, muy inteligente, decía que el estado de excepción es el corazón de la soberanía y de la máquina del estado en general. Bueno, el estado de excepción tiene su correspondencia en la condición del niño, pero las instituciones post estatales deben borrar el monopolio soberano de esta ida y vuelta, entre las reglas y el terreno más informal del saber hacer. Este terreno más informal del saber hacer o saber orientarse en el mundo es también el terreno para producir nuevas reglas. De este terreno del saber hacer puedo, a veces, sacar algunas nuevas reglas bien formalizadas. Todo lo que pienso está contenido en esta fórmula: ida y vuelta». El ‘ida y vuelta’ es quizás el modo más paradigmático de nombrar al Fort-da, el adentro-afuera, el ir y venir, ese movimiento reversible que implica un hacer y también un pensar que no suspende al hacer, sino que lo integra. Es también un movimiento que va de la impotencia de lo que debe ser a las posibilidades del ‘dale que…’, de lo que se atreve a crear mundos posibles, que van y vienen, que aparecen y desaparecen pero que en ese devenir nos permite habitarlos, vivirlos e ir haciendo nuevas experiencias que transforman y nos transforman.
*Trabajador del Centro de Salud Mental N° 3 «Dr. A. Ameghino». Psicoanalista. Investigador.
Nota publicada originalmente en Notas Periodismo Popular.
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