"El arte de la conversación" - René Magritte
En este segundo trabajo del dossier "Psicoanálisis y modernidad", Pedro López indaga sobre la escucha y la atención, desde ya necesarias como pilar básico de cualquier psicoterapia, pero fundamentalmente indispensables en tanto posibilitadoras de un lazo social. El autor se cuestiona hasta qué punto el "tercerizar" la escucha en nuestros tratamientos (reemplazando la escucha social comunitaria por la escucha en el consultorio) no contribuye también al proceso de progresiva individuación solipsista de la modernidad capitalista.
* por Pedro López
Los seres humanos tendemos a adoptar aquellas creencias que nos enseñan como una verdad irreprochable. Cuando, de pequeños, nos socializamos, aprehendemos un mundo que creemos establecido de antemano. Después, quizás, nos rebelamos contra ese tumulto de significados intransigentes y relaciones rígidamente unívocas soñando con otro orden de las cosas. Sin embargo, esta rebelión, si es que la hubo, es ciertamente difícil de mantener en el tiempo, y solemos volver a precipitarnos en ese conjunto de imágenes fijas e inmutables que nosotros mismos producimos sin saberlo, perdiendo la rica perspectiva del niño que sueña infinitas posibilidades. ¿Cómo saber si esto ha sido siempre así…? No obstante, está claro que cada vez es más rápida y más definitiva esta caída a causa de la terrible expropiación casi omnipresente de nuestra atención. Entre pantallas y redes sociales, consumos y espectáculos, es muy fácil perder las guías de un camino propio y, sobre todo, la capacidad de una escucha que viene siendo mermada desde hace ya décadas (tal vez siglos).
¿Cuál es el papel que juegan y podrían jugar, entonces, la atención y la escucha en nuestras sociedades? Es una pregunta, sin lugar a dudas, de tamaña complejidad, y sería totalmente fantasioso tratar de reponer aquí una respuesta cerrada y definitiva. Sin embargo, creo que es valioso que nos paremos a pensar por un momento en la relevancia de estos dos procesos (¿sociales, psicológicos?) en nuestras vidas y en la construcción de algo que pudiera llamarse comunidad. Porque, ¿qué es una sociedad sin escucha? ¿Cómo podría mantenerse un lazo social entre individuos que no se prestan atención los unos a los otros, ni tampoco al entorno en el que viven?
El trasfondo que motiva la urgencia de esta cuestión es patente para todo aquél que mantenga mínimamente los ojos abiertos: cambio climático, guerras, crisis económicas, derivas ultraderechistas… No quiero ser catastrofista, sino solamente mostrar por qué está justificado este cuestionamiento, más allá de la quizá suficiente razón de que podemos formulárnoslo. Parece evidente que la única estrategia posible para salvar estos escollos pasa por abandonar la posición pasiva del espectador que asiste al devenir del mundo y de la vida como a una película ya grabada y rematada que no admite contestación ni cambio. O, por decirlo de otro modo, comenzar a asistir al mundo como actores cuya acción cooperativa y radical pretende cambiar nuestros modos de vida y de pensamiento, es decir, considerarnos a nosotrxs mismxs actores legítimxs y capacitadxs.
Pero, ¿cómo lograr esto? ¿Qué medios tenemos realmente a nuestra disposición? Pues bien, aquí es donde creo que pueden sernos de utilidad nuestras consideraciones sobre la atención y la escucha. En primer lugar, la atención sería la facultad indispensable para poder reconocer las dinámicas sociales e históricas que nos envuelven y hacernos conscientes de los problemas que nos ocupan (que fundamentalmente, siguiendo a nuestra gran amiga y aliada Donna Haraway, sería uno: garantizar la continuidad de la vida, humana y no humana, en el planeta). Así, mediante la atención investida de la suficiente energía, dirigida hacia afuera, podríamos dirimir una situación complicada en la que todxs estamos inmersxs.
No obstante, este no es un camino de rosas. Ya hemos considerado una de las grandes dificultades para lograrlo: las tecnologías de comunicación que inundan hasta los espacios más íntimos, las industrias de entretenimiento que ocupan hasta los momentos más privados. Estos obstáculos interfieren enormemente con la capacidad de dedicar la energía necesaria a la atención. Sin embargo, creo que cabe preocuparnos por otro proceso, muy relacionado con éste anterior, que interfiere no ya con la investidura energética sino con la orientación de la atención: el absoluto narcisismo en el que estamos inmersos. Y es que de nada serviría una atención plenamente cargada de energía que se dirigiera exclusivamente hacia el “interior”, hacia nosotrxs mismxs, olvidando así el entorno y, lo que tal vez sea más importante, a las demás personas y seres con los que convivimos necesariamente.
Ahora bien, ¿es este narcisismo algo constitutivo e inamovible en nosotrxs? Sería muy relevante saber si este egocentrismo, por llamarlo de otra manera, tiene un fundamento psicológico o si, por el contrario, responde también a diversas actitudes filosóficas y procesos sociológicos y culturales. Si fuese así, una construcción paulatina a lo largo de nuestra historia, deberíamos preguntarnos por los factores que intervienen en este desarrollo y su mantenimiento. Tenemos aquí la intuición de que quizás la psicología, y más concretamente la psicoterapia, juega un papel muy importante en este asunto.
Aunque la discusión sobre la pertinencia o legitimidad de la división entre teoría y práctica es algo muy manido ya, parecería que aún no se han resuelto los efectos de este conflicto en relación con la psicología. En el caso de las terapias cognitivo-conductuales (TCC) la teoría aporta un marco que es reconocido como tal, mientras que en el caso del psicoanálisis existe un curioso tabú a la hora de reconocer que un terapeuta sí asiste a la terapia con un saber previo. Obviamente, este saber no es referido a lo concreto de cada análisis o de cada sesión, pero sí supone un marco de pensamiento en el cual el psicoanalista puede moverse y sin el cual no puede pensar (¿o acaso alguien vio alguna vez un inconsciente?). En fin, podríamos atrevernos a decir incluso que la psicoterapia no es psicología, y que confundir la una con la otra podría ser uno de los factores fundamentales de la hiperindividuación de nuestra época y sociedad. ¿Por qué? La psicología, cuando estudia la psique o el comportamiento humano, aunque lo haga en términos individuales, no se limita en realidad al terreno del individuo, sino que investiga sus problemas y objetos sobre una base transindividual. No tendría sentido, si no fuese así, la proposición de tipos (ya sea en términos psicoanalíticos o psiquiátricos) o la comparación de diversos individuos entre sí o con respecto a un modelo (puesto que el individuo sería un ente aislado y autónomo, cerrado sobre sí mismo). El papel que juega el individuo en la psicología es de mero sustrato para la expresión, como un lienzo lo es para una corriente artística.
Sin embargo, la psicoterapia y la práctica psicoanalítica, al tomar la forma de tratamiento individual, parece que tiende a transformar las consideraciones psicológicas en algo a parte de su propia naturaleza social, colectiva o cultural. La puerta del consultorio de alguna forma sella al individuo, convirtiéndolo en un ser completo que, si bien habla sobre mundos y redes sociales más allá de sí misma, se encuentra a solas en la sala hablando con un profesional que no está para él en una relación de iguales. Sería interesante preguntarnos aquí por el efecto que necesariamente debe tener el hecho de que, en términos marxistas, el intercambio de una hora de terapia (fuera de los servicios públicos de salud) por dinero no sea distinto de ningún otro intercambio mercantil. Pero eso nos llevaría por otros derroteros, desviándonos de la pregunta que nos resuena tras estas consideraciones: ¿por qué hemos “terciarizado” la escucha, desnaturalizándola ya sea en forma de intercambio mercantil privado o en forma de atención profesional pública y gratuita? Y más allá, ¿hemos renunciado a considerar la escucha como un elemento social, como un lazo comunitario que nos une en cuanto personas?
Volviendo a la discrepancia entre psicología y psicoterapia, empezamos a ver dónde está el punto de dislocación. Un psicoterapeuta nunca podrá relacionarse con sus objetos como, por ejemplo, un médico (pongamos por caso un traumatólogo) lo hace con los suyos. Un traumatólogo tiene un modelo de funcionamiento “correcto” en base al cual actúa ante las desviaciones traumáticas causadas por la realidad (violencia). Una tibia se rompe: hay que inmovilizar, enyesar y, pasado un período lo suficientemente largo como para que el hueso se suelde de nuevo, realizar una serie de rutinas de rehabilitación. Si bien es posible que la pierna nunca vuelva a ser la misma debido a una marca estética y/o funcional, cumplirá sus funciones de nuevo en la medida en que la lesión no hubiese sido demasiado grave. Si tal fuera el caso, se buscarán soluciones para minimizar la disfuncionalidad de esa pierna. Ese es el modelo teórico al que aspiran las terapias respaldadas por el paradigma cognitivo-conductual. No obstante, muchos estudios parecen mostrar que la variable con mayor capacidad de predicción del éxito de un proceso terapéutico no es el tipo de terapia, ni las técnicas (empíricamente fundamentadas) que se utilicen en ella, sino la relación o alianza terapéutica.
Como egresado de la academia española, mi formación en psicoanálisis es como mínimo deficiente. Sin embargo, a partir de las conversaciones con colegas psicoanalistas y algunos acercamientos a textos y posturas teóricas, intuyo que aquí ocurre algo similar. El complejo de Edipo o las distintas formulaciones del inconsciente (que corresponden al área de la psicología, de la investigación y teorización transindividual) no son lo verdaderamente importante cuando situamos nuestra atención sobre la práctica. Allí, más allá de la asociación libre y la atención flotante, quizá lo que se ponga en juego es, al igual en otros tipos de terapia como la TCC, otra cosa: una relación entre personas mediada por la escucha.
He de decir que no pretendo aquí restar valor al modelo médico (quiero decir, el de aplicar unas técnicas con el objetivo de curar y restaurar el funcionamiento más óptimo posible) cayendo en una suerte de romantización de la escucha como posibilidad salvadora o redentora del sufrimiento subjetivo y humano. La terapia ha demostrado ser útil en aquello que se propone, sobre todo cuanto más nos acercamos a casos de enfermedad mental grave en los que el acompañamiento profesional es del todo indispensable, o teniendo en cuenta problemas más concretos como fobias, consumos problemáticos, etc. No obstante, es posible pensar, aun así, en otras formas de acompañamiento terapéutico que no caigan en la individualización (como grupos de apoyo mutuo…) aunque estén vinculados a tratamientos farmacológicos y aplicación de técnicas cognitivo-conductuales y/o psicoanalíticas. Tampoco minusvalorar el enorme valor que tiene, pensando desde otra perspectiva, la labor del psicoterapeuta y del psicoanalista, que toma sobre sí la responsabilidad del dolor ajeno y trata, con las mejores herramientas que tiene a mano, de ponerle solución o, al menos, de paliarlo. Incluso podemos considerar ya como una práctica o una militancia política la atención psicológica en la salud pública, pues es innegable el carácter político del trabajo en y sobre la salud mental (aunque este elemento, en España, es prácticamente inexistente).
Recapitulando, tras haber partido de nuestra preocupación por la atención, hemos llegado a la escucha. Y es que una vez que hemos logrado mantener la atención sobre el mundo y las demás personas, ¿qué cabría hacer si no comunicarse? Entablar un diálogo con el otro, preguntar acerca de su estado, preocuparse por sus condiciones de vida (que, vaya por dios, seguramente también sean las nuestras en algún punto) y, con suerte, poder establecer un plan de acción conjunta: todo ello pasa por la práctica activa de la facultad de la escucha. Sobre todo, es una manera en la que podríamos desembarazarnos de la sordera provocada por nuestro propio sufrimiento, haciéndonos conscientes del sufrimiento de los demás, de forma que quizás aflorasen en el diálogo los mecanismos que generan ese padecimiento, vivido de forma individual pero de naturaleza social.
Con todo, no parece que sea esto lo que hagamos a día de hoy. La creciente polarización política y desigualdad entre clases lo demuestran. A nivel de grupo ignoramos la escucha casi por completo, y uno de los únicos lugares en los que ha resistido es en la psicoterapia, pero quizás ha tenido que pagar para ello un coste demasiado alto. Desvincular la escucha de los procesos comunitarios tiene el riesgo de transformarla en un circuito cerrado prácticamente estéril en términos sociales y políticos. Al tratar el sufrimiento de manera individual (y por mucho que indiquemos al hacerlo la naturaleza social del sufrimiento), es muy posible que lo que hagamos sea tan contraproducente que en realidad lo que estemos favoreciendo sea la sordera social y comunitaria ante los problemas de los que, como psicoterapeutas, somos testigos y cuyos efectos tratamos de paliar (en muchos casos consiguiéndolo). Parece ser una contradicción inherente a la práctica que podría estar en la base de las causas de desmovilización política del momento.
Tenemos bien establecida la idea de que otros han de curarnos (médicxs, psiquiatras, políticxs). Si la psicología y el psicoanálisis vinieron a combatir esta idea, no parece que hayan conseguido sino establecer otra, no menos perniciosa en términos sociales: hemos de buscar la manera de curarnos a nosotrxs mismxs. Sin embargo, tenemos la intuición (si no la certeza) de que tampoco esto es cierto. Podríamos pensar, incluso, que quizás ser curado no es algo posible y que, más bien, deberíamos pensar la cura como algo que sólo se dirige hacia afuera, por más que tenga efectos retrospectivos sobre nosotrxs. Quizás, activando la atención y desviándola de nosotrxs mismx, orientándola hacia la escucha sincera y responsable de lxs otrxs con los que compartimos barrios, pueblos y ciudades, y también campos y bosques, podríamos conseguir un cambio de rumbo. Devolviendo la escucha al corazón de lo social y de lo cultural, podríamos encontrar formas distintas y más eficaces de lidiar con nuestro sufrimiento y, sobre todo, con los mecanismos que subyacen a su producción. De esta forma, volveríamos a asumir nuestra responsabilidad (y no digo aquí nuestra culpa) con respecto a nuestro sufrimiento y al de todxs lxs demás seres que nos acompañan y con los que formamos una comunidad, devolviéndole al dolor y a la escucha su carácter íntimamente político.
* Psicólogo (cognitivo conductual), maestrando en la UBA,
contacto: pedrololf@gmail.com
Me ha parecido muy interesante la idea de "circuito cerrado" de escucha al que puede llevar la terapia individual. Sin duda un tema muy presente
¡Magnífico artículo! Habría que problematizar que la labor de la medicina "física" sea tan mecánica en comparación con la "mental", pero por lo demás das en el clavo. Hoy es más necesario que nunca extroyectarnos y trazar redes. Lo demás son solo parches.