A partir de un breve relato clínico de una experiencia en el hospital con una paciente joven que atendió durante varios años, Eduardo Smalinsky nos propone pensar sobre la actualidad de nuestra clínica, y nos invita a reflexionar sobre la importancia de territorializar y contextualizar nuestro trabajo.
* por Eduardo Smalinsky
Paula tenía 20 años cuando me fue derivada en el hospital por una colega que ya no toleraba atenderla. Al poco tiempo, comencé a sentir lo mismo, me resultaba muy desagradable. Vino acompañada de una orden judicial por pegarle a su madre, que se advertía que no toleraba a su hija. Era entre agresiva, desafiante e indiferente. Consumía alcohol y cocaína. Pasaba la noche en boliches bailables y se dedicaba al trabajo sexual. Después de algunos meses dejó de venir, lo que me resultó un enorme alivio. Supe que nuevamente le había pegado a su madre, que había intervenido la policía y por eso había quedado internada un tiempo en un hospital psiquiátrico.
Cuando la vi regresar no me alegré. Sin embargo la noté diferente. Vino hacia mí y me dijo si podíamos hablar unos minutos, mostrando un interés manifiesto que antes no había aparecido. Me dijo que me quería hacer unas preguntas y que según mis respuestas iba a decidir qué hacer. Me pareció interesante, novedoso y un tanto inquietante. Me preguntó qué me parecía, sobre si ella debía continuar con el tratamiento, a lo que respondí afirmativamente. Luego me preguntó si yo sabía que había estado internada. A lo que también le respondí que sí, advirtiendo que sus preguntas me llevaban a una zona incómoda. Entonces me preguntó cómo era posible, que si yo pensaba que ese espacio era importante para ella, no la hubiera ido a visitar o al menos la hubiera llamado. Le respondí que su pregunta me parecía importante. Le recordé que antes de su internación ella venía desganada y fastidiada y que a mí también me molestaban esos encuentros. Le dije que cuando me enteré de su internación fue un alivio para mí y no se me ocurrió visitarla, pero ahora que la veía interesada me daban ganas de atenderla. Se sonrió y me dijo que si era así continuaría con el tratamiento.
Me sorprendieron las singulares formas que pueden adoptar las condiciones para experimentar confianza. Considero que más allá de mentir o de decir la verdad, la confianza se va construyendo cuando algo se nos torna creíble, incluso con independencia del amor o del desamor, y no porque sean lo mismo, sino porque se puede confiar más en un desinterés creíble que en una corrección evidentemente hipócrita y por lo tanto muy inconsistente. Aún lo ficcional que implica un espacio analítico constituye una meta y no un punto de partida. Una ficción, para que funcione como tal, tiene que resultar creíble.
Cuando nos preguntamos sobre lo actual de la clínica, este interrogante implica diferentes perspectivas. Una de ellas, centrada en un mundo que está siendo llevado a transitar ciertos límites de no retorno, con guerras, crisis políticas, económicas, sociales, sanitarias y ambientales. Por otra parte, los analistas nos preguntamos y nos sentimos interpelados por este mundo que tiene algo en común con aquel que habitaron los psicoanalistas que nos antecedieron. Se advierten también las diferencias, siendo necesario reconocerlas y hacerles lugar. La actualidad de la clínica psicoanalítica podría leerse a la luz de la capacidad que los psicoanalistas hemos tenido y tenemos a lo largo del tiempo para recepcionar diversas transferencias.
Desde el descubrimiento mismo del inconsciente, Freud se planteó el problema de cómo hacer lugar a variadas modalidades transferenciales. Distintas formas de transferencia (analítica, operativa o simbólica) dan cuenta de diversos modos de concebir la clínica. En este sentido, un enfoque recurrente es centrarse en el supuesto problema acerca de qué es y qué no es psicoanálisis, mientras que otro podría ser repensar cómo trabajadores y profesionales pensamos psicoanalíticamente. Es decir, revisar con qué recursos y herramientas salimos al encuentro de una clínica actual, que haga lugar a ese mundo que está afuera y que por momentos nos resulta impensable, inconcebible.
¿Cuáles son los modos en que la praxis psicoanalítica está articulada con las transformaciones históricas y sociales?
Héctor Fenoglio nos dice: "En cuanto a los cambios que se vienen operando en la estructura de la demanda, hay que decir que dicha formulación no refleja la realidad actual: hoy la mayoría de las demandas no son resultado de una prolongada duda hiperbólica ni se presentan bajo la forma de un acto que “des-cree de su saber”; por el contrario, lo que en estos días se registra como trasfondo de muchas demandas no es el sufrimiento ante el derrumbe de un saber (inmediato o no) en las que la función esencial del psicoanalista es “situar al sujeto en una posición de dimisión de su saber consciente”, sino más bien el sufrimiento producto de una devastación psíquica mortífera. Lo que se trata de ver es cómo y de qué manera pueden llegar a creer, no en éste u otro saber consciente, sino a creer como sinónimo de desear, pues lo que impera es la incapacidad y hasta la imposibilidad de desear." (1)
En este sentido es interesante acercar la idea de Freud donde se propone la capacidad de amar y trabajar como indicadores de salud mental. Winnicott agregó al advenir humano la capacidad de estar y de jugar a solas (en presencia de otro), de crear lo dado y de creer.
Alfredo Caeiro, en la mísma publicación mencionada anteriormente escribió;
"Los psicoanalistas que se sostienen en la ilusión de ser extranjeros en su cultura, funcionan creyendo que pueden estar al margen de lo político. Hemos sido atravesados por esta catástrofe al igual que toda la población. Renegar de ello resulta triplemente catastrófico para nuestra práctica, nuestros pacientes y nuestra vida privada. Durante los últimos treinta años hemos tenido que implementar dispositivos psicoanalíticos para hacer frente a las persecuciones, el desempleo y la miseria masiva, y hemos tenido y seguimos teniendo la necesidad de implementar dispositivos para tratar las patologías que ha provocado y provoca esta catástrofe." (2)
En la misma perspectiva Ana Berezin postula la importancia de interrogarnos sobre nuestra propia posición: "Es condición necesaria para enfrentar las problemáticas que el mundo actual nos plantea, afrontar las diversas resistencias, dificultades y sintomatologías institucionales graves, que impiden la libertad de recordar, transformar y crear espacios de pensamiento y acción, en el interior de la praxis psicoanalítica y sus instituciones. Es entonces imprescindible para afrontar los nuevos desafíos, resolver nuestras propias resistencias a afrontar ciertos aspectos de nuestra historia y nuestro presente." (3)
A mi entender, lo importante no es que los psicoanalistas hagamos una ruptura con nuestra concepción de práctica. Se trata más bien de romper con la imagen de neutralidad en su concepción de la relación con el otro, porque en realidad, el otro es alguien que nos trae algo que pertenece a una cierta problemática contextualizada. Félix Guattari, dijo al respecto:
"Me refiero al hecho de que los psicoanalistas dicen que ellos no tienen que meterse en política, que ellos no tienen que ensuciarse las manos en las realidades a las que están confrontados, que ellos se bastan a sí mismos. Son depositarios de la ciencia de los matemas del inconsciente, lo que les conlleva trabajo suficiente en su sillón y hace que dejen el resto de la administración de los problemas a personas tales como los asistentes sociales, los carceleros y los enfermeros psiquiátricos. Desde mi punto de vista son simplemente reaccionarios: trabajan sistemáticamente en consolidar cierta producción de subjetividad, y son tanto más eficaces —pues son muy eficaces— cuanto más logran intimidar.” (4)
Desde esta perspectiva, que podríamos remontar hasta Spinoza, es interesante pensar al deseo como todas las formas de voluntad de vivir, de crear, de amar, de inventar otra sociedad, otra percepción del mundo, otros sistemas de valores. Hay una fuerte conexión entre la idea de "agenciamiento'' de Deleuze y Guattari con la de "uso" en Winnicott. Se trata entonces de posibilitar el "crear lo encontrado" tal como sucede en los procesos de transición. Desde esta mirada es diferente el recurrir a ciertos procedimientos de iniciación, castración y/u ordenamiento pulsional, que concebir al deseo como modo de producción o de construcción. En sus orígenes Winnicott nombra como amor cruel, indolente o irresponsable a esa vitalidad que busca hacerse un lugar, que busca crear su mundo. En el orden social en el que vivimos, el deseo está definido como un flujo que tiene que ser disciplinado de modo que se instituya una ley para ser controlado. Esta versión del deseo está destemporalizada y desterritorializada. Genera la oposición del deseo con la pulsión, la agresión, la muerte y el desorden.
Sería interesante que como analistas pudiéramos pensar en una clínica que preserve los procesos de singularización en el orden del deseo, sin que eso represente un riesgo para la existencia individual y/o colectiva. Es notable que sean los procesos de modelización de la subjetividad generados por la cultura capitalista lo que nos ha llevado al actual estado de cosas y puede llevarnos a catástrofes absolutamente definitivas.
Del mismo modo se piensa que debe haber una modelización simbólica que sobrecodifique la economía supuestamente indiferenciada del deseo y de la espontaneidad. Se da por supuesta una idea de deseo primario, una suerte de “fuerza bruta” que precisa pasar por las mallas de lo simbólico y de la castración según ciertos psicoanálisis. Se trata de diferentes tipos de modelización que se proponen, cada uno en su campo, disciplinar el deseo. Los tipos de agenciamiento singular propuestos por Guattari obedecen a la misma lógica con la que Winnicott piensa la creatividad primaria como diferente de los procesos de sublimación. La noción de agenciamiento no es ni exclusivamente individual, ni social, se da como el jugar y la transicionalidad, en una zona intermedia. No hay allí ni sentido latente, ni significación verdadera, ni interpretación. No hay significaciones que prevalezcan, unas sobre otras. Se trata de un devenir transicional, intermedio. Conlleva un "Devenir jugando'' (5) que permita el advenimiento de los gestos espontáneos que están allí en cada lugar y momento para ser reconocidos. Me refiero a aquellos que no tuvieron la oportunidad de experienciarse por no estar dadas las condiciones ambientales que lo hubieran permitido.
Desde una perspectiva sumamente territorializada y temporalizada Aída Perugino, en su libro "Hueco de Vida" (6), cuenta cómo una analista puede trabajar en los límites. Quizás todo trabajo analítico ocurra en los límites, pero no siempre se lo advierte y se lo tiene en cuenta:
"Hueco de vida es el modo en que se nombra el espacio o vacío que ha quedado formado en la estructura de un derrumbe, el lugar donde todavía es posible que haya vida bajo los escombros. Para poder acceder es necesario conocer la estructura, las condiciones del derrumbe y las características de los atrapados. Hay un momento de llamado y se esperará un tiempo para que un signo de respuesta pueda aparecer, a partir de esa respuesta se verá qué rescate es posible [...]. Un analista ante las situaciones de derrumbe social y subjetivo en que vivimos y que no son producto de una catástrofe reciente sino de un sistema que desde hace décadas deja a la mayor parte de la población excluida, puede adoptar esa posición de llamado y escucha para que aquellos que identificados con el lugar de deshecho, emitan alguna señal, casi inaudible e intenten rescatarse subjetivamente."(5)
Continuando con el breve relato clínico, en los meses subsiguientes Paula me relató cómo había sido abusada desde muy pequeña por su padre. Él estaba enfermo y ella quedaba a su cuidado cuando la madre salía a trabajar. Al intentar contar a la madre lo sucedido, ella no le creía. Le madre escuchaba al padre y no a ella. Paula empezó a insistir con que yo tenía que convencer a su mamá de que la quisiera, con todo lo enigmático y absurdo que eso podía resultar. Me pedía que le escribiera a su madre, que la citara, que se lo dijera al director del hospital. Reclamaba que alguna autoridad se lo impusiera. Llegó a cansarme con esa insistencia que al principio tomé y luego advertí lo inútil e imposible que era. Ya bastante agotado del asunto, después de algunos meses, le dije: "mirá yo no sé si tu mamá te quiere o no, por lo que contás creo que seguro que no lo suficiente, pero no vamos a poder cambiar eso, así que decidí si querés que continuemos con otras cuestiones". Lo aceptó.
En otra oportunidad me avisó que por un problema de tránsito iba a demorarse, pero me preguntó si íbamos a poder tener nuestra sesión. Entendí que ese aviso implicaba algo pero no sabía exactamente qué. Al llegar me preguntó hasta qué hora íbamos a trabajar, que ella estaba cansada de todas las injusticias que había sufrido en la vida a causa de otros y que no lo iba a tolerar más, y que si no la iban a resarcir, ella no iba a continuar. Entendí entonces que someterla a la "ley" de que cuando algo se pierde es irreversible, solo iba a poner en riesgo nuestro espacio. Sabía que ella no estaba en condiciones de tolerarlo. Someterme pasivamente a su capricho nos haría perder la oportunidad de introducir cómo podía hacerse presente una pérdida a través de lo que pensaba podía ser un jugar. Le dije que lamentaba no poderla atender el tiempo convenido porque ya había acordado algo antes, pero le propuse reintegrarle esos 20 minutos e incluso le ofrecí un vale firmado por mí, por ese tiempo. Protestó un poco pero lo aceptó, y en la sesión siguiente le "devolví" ese tiempo perdido.
Aunque Paula venía regularmente, en ocasiones se ausentaba y varias veces, con un poco de vergüenza, me pedía que cuando sucedía eso, la llamara o le enviara un mensaje. Creo que la paciente proponía que acusara recibo de su ausencia. Era un modo de hacerme saber que le importaba que yo la "extrañara." Eso le hacía sentir que no era indiferente que ella estuviera o no. Un sábado a la noche me dejó un mensaje telefónico en donde se escuchaban gritos y en el que pedía que la llamara. Cuando lo hago, me dice que quiere que alguien vaya a su casa para que vea de qué modo su madre la rechaza y por eso ella termina pegándole. Me pregunta reiteradamente si voy a ir. Advierto que la tranquiliza más que le asegure que voy a ir a que lo haga con urgencia. Aprovecho para decirle que primero voy a cenar con mi familia y que después iría para allí. Esto la tranquiliza mucho y a mí me permite manifestar tácitamente que ese llamado no era ni lo que más me entusiasmaba ni lo único que tenía por hacer.
Cuando llego a una casa, bastante deteriorada, ubicada en la zona sur de Buenos Aires, toco la puerta de un larguísimo pasillo, me hace pasar la madre, que me dice algo como "está chica, cuántos disgustos…". Caminamos hasta el departamento del fondo que estaba bastante destruido y desordenado. Está Paula en una cama grande con un osito en un brazo y un palo en la otra. Le pregunto qué pasa. Me dice que su madre no la quiere y que quería que alguien viera eso. Le digo que lo veía. Le pregunto qué era ese oso y ese palo. Me contesta: “Al oso yo lo quiero y es para que vea cómo me tiene que cuidar. El palo, es para pegarle si no entiende.”
Me pide que le diga a la madre que la deje dormir con ella. Llamo a la madre y le explico lo importante que es para Paula en ese momento dormir cerca de ella. Me dice que no, porque así no descansa bien. Le digo que si valora un poco el hecho de que me haya hecho presente un sábado a la noche para ayudar, sería importante que ella hiciera una excepción. Acepta a disgusto. Antes de irme Paula me dice que me quiere pedir algo, pero le da vergüenza. Le pregunto qué. Me dice que le dé un abrazo cómo en las películas y le diga que todo va a estar bien. Lo hago y nos quedamos todos en paz, por lo menos por esa noche.
Bastante tiempo después un día Paula llama para avisarme que había muerto su madre. Sorprendido porque era una persona joven, le pregunté si la iban a velar y me dio la dirección. Era un lugar muy triste en el sur de la ciudad, ella estaba con una amiga y me presentó como su psicólogo. No había nadie más. Sólo el ataúd. Era difícil imaginarse un lugar más desolado y triste.
Tiempo después me planteó que le gustaría poder hablar con un amigo o amiga y una de las dificultades que tenía es que como parte de su trabajo sexual está en las redes. Ella tenía dos vidas que no se ponían en contacto: la vida con sus clientes y la vida con algunas amigas y amigos que no saben nada de esa otra vida. Lo que ella necesitaba era que nos encontrásemos a conversar más tiempo, o más bien, un tiempo no predeterminado de antemano. Dos o tres horas por la mañana o por la tarde, para conversar con tranquilidad. Me manifestó que incluso no tendría problemas en pagarlo.
No sé por qué demoré tanto tiempo en entender y atender este pedido. Fue un encuentro muy reflexivo y reconfortante. Me habló de su intención de irse del país para empezar una nueva vida donde no tuviera que estar escondiéndose. Al mismo tiempo comprendí que ese espacio que se construyó entre nosotros integraba esos dos aspectos de su vida que estaban muy escindidos. También me llamó la atención la diferencia que había entre los espacios que eran sus sesiones y este otro espacio tan original y al mismo tiempo tan, en apariencia, corriente. El encontrarse en un bar a conversar, con un tiempo libre aunque no ilimitado.
En el lapso de tiempo que duraron nuestros encuentros, que fueron irregulares, pasaron unos 10 años. En ese periodo que duraron nuestros encuentros ella estudió una carrera ligada al diseño e informática y continuó como trabajadora sexual. El día de nuestra despedida, trajo al hospital una pastafrola y tomamos mate. Le pedí que, cuando arribara a su nuevo hogar, me enviara un mensaje comentándome cómo se encontraba. Nos despedimos con un abrazo.
Me interesa compartir este relato para pensar cómo lo transicional o el jugar pueden desplegarse en un análisis sin adoptar modos de caricatura. El jugar no siempre aparenta ser un jugar, sino que surge cuando nos adaptamos a ciertas necesidades que aparecen y no cuando reaccionamos ante ellas.
Si pensamos el asociar libre, el rememorar, el jugar y los agenciamientos, podemos entenderlos como formas de elaboración y singularización. Sin embargo, también existen obstáculos, algunos sistemáticos. Lacan afirma que las resistencias están del lado del analista. (7) Winnicott menciona en "El odio en la contratransferencia" (8) una explicación de la deuda que la cultura y el psicoanálisis tienen con el jugar. El odio y la intolerancia como tal están primero en los adultos y en los psicoanalistas y no en los niños ni los pacientes. Puede haber destructividad, pero no odio. De nuestro lado, las resistencias del analista, los rechazos transferenciales, son también los microfascismos que nos habitan y que reproducimos inconscientemente.
Lo micropolítico atraviesa nuestras teorías y nuestras prácticas y lo hace de un modo invisible. Esto es inevitable. Lo que podemos es visibilizarlo para dejar de ser cómplices silenciosos de diversos microfascismos. Creer que por enunciar la regla fundamental de asociar libremente o de jugar estamos propiciando un espacio para hablar o jugar con libertad es por lo menos ingenuo, inexacto y negador de las dificultades que implica el sostener espacios que puedan ser usados. Las micropoliticas que nos atraviesan pueden pasar por rechazar todos los modos de existencia que no armonizan con nuestros prejuicios e ideales, con lo blanco, lo cis hetenormativo, lo patriarcal, lo colonial y lo capitalista entre otras tantas normatividades violentas.
Es notable que diferentes instituciones ligadas a los psicoanálisis Freudianos, Kleinianos y Lacanianos hayan producido documentos manifiestamente reaccionarios tanto en Europa como en América. En una posición diferente de esta que acabo de mencionar, podríamos nombrar el reconocimiento reciente por parte de la Asociación Psicoanalítica de Finlandia, de haber ejercido violencias contra diversas identidades y orientaciones sexuales. El problema de lo micropolítico es el de cómo reproducimos (o no) los modos de subjetivación dominantes. Desde el psicoanálisis tenemos la oportunidad de reconocer la existencia de micropolíticas reaccionarias que conviven con nuestras teorías y prácticas y que son un obstáculo para repensar nuestra clínica.
Toda problemática micropolítica consiste en encontrar las formas que permitan el despliegue de los procesos de singularización en su territorio y contexto. En el nivel de lo micropolítico no es fácil identificar al adversario o al obstáculo. Ese obstáculo es algo que se encarna en nuestros amigos, en nosotros mismos, en nuestras filas. Desde esta perspectiva sería importante, para pensar una clínica actual, considerar por qué micropolíticas está atravesada. Hay micropolíticas en todas partes, en nuestras relaciones estereotipadas de la vida personal, de la vida conyugal, de la vida amorosa y de la vida profesional, en las cuales todo es guiado por códigos. Un fundamento de la micropolítica coincide con los atributos que se le adjudican al superyó y al yo ideal.
Se trata de estar alerta frente a todos los factores de culpabilización, frente a todo lo que bloquea los procesos de transformación del campo subjetivo. A mi entender, lo que es fundamental, es el cuestionamiento radical de la relación entre la teoría (tal como es expresada en los libros y enseñada en las universidades e instituciones) y la manera en que concretamente se la utiliza, se discute y se la articula. Es decir, la manera en la que se sitúa en una realidad concreta, territorial y temporal.
Quizás un modo de nombrar a una clínica psicoanalítica actual, articulada a lo micropolítico, podría ser el de micro psicoanálisis. Una praxis psicoanalítica, territorializada y contextualizada de la que los analistas como personas y como integrantes de diferentes colectivos, formamos parte.
* Eduardo Smalinsky: Psicoanalista, trabajador del CSM N°3 GCBA. Investigador sobre fenómenos transicionales.
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