
A partir de su experiencia laboral en dispositivos territoriales que abordan los consumos problemáticos de sustancias, Sebastián Soto-Lafoy invita a reflexionar críticamente sobre algunas limitaciones, desafíos y potencialidades/posibilidades de las prácticas comunitarias en salud mental.*
por Sebastián Soto-Lafoy**
En el presente trabajo intentaré formular algunas reflexiones teórico-clínico-políticas sobre la intervención con grupos oprimidos [1] en situaciones sociales críticas [2], en base a ciertas experiencias de prácticas comunitarias en salud mental en la Ciudad de Buenos Aires. La intención de este escrito es propiciar el debate en torno a algunas cuestiones que hacen a la práctica clínica-comunitaria, desde una perspectiva micropolítica (local y situada) de los territorios (existenciales, geográficos, afectivos) en los cuales se han llevado a cabo dichas prácticas.
Hablar de prácticas comunitarias en salud mental implica, antes que nada, aclarar qué estamos entendiendo por “salud mental”. En esa línea, me interesa contraponer la salud mental como un estado de bienestar individual y la salud mental en tanto construcción colectiva.
La primera concepción da cuenta de una mirada neoliberal de la salud mental, al atribuirle una serie de supuestos que los reducen a una dimensión únicamente personal e íntima, desligada del campo social, histórico, político, territorial y cultural, ubicando el bienestar (felicidad) como un mandato terapéutico. El razonamiento del poder neoliberal privatiza y despolitiza los malestares subjetivos al desconocer o minimizar los atravesamientos colectivos en la producción de salud mental. En consonancia con esa mirada, los abordajes se acotan a la práctica psicoterapéutica individual, como primera y única opción, en desmedro de los abordajes grupales y comunitarios. La “cura” consiste en lo que Pichon-Riviere denominó como “adaptación pasiva a la realidad”, es decir, dicho de manera rápida y breve, la adecuación a los mandatos sociales dominantes.
Por otro lado, la salud mental como construcción colectiva, o simplemente la salud mental colectiva, tomando los aportes locales de Fernando Ulloa (2011) y Alicia Stolkiner (2021), la podemos circunscribir en el registro político-cultural de una comunidad (auto) organizada que lucha y se moviliza por sus derechos. En ese sentido, la salud mental nunca es un estado individual, sino una acción colectiva. Desde esta perspectiva, la participación ciudadana es en sí un hecho de salud mental, siempre y cuando se rompa la relación de sometimiento entre lxs profesionales y la población, articulando de esta manera los saberes disciplinares y no disciplinares (populares). Esta perspectiva es articulable con lo que Pichon-Riviere, en contraposición a la adaptación pasiva a la realidad, denominó “adaptación activa a la realidad”, es decir, el sujeto al transformarse a sí mismo, al mismo tiempo, transforma el medio en el que habita, y viceversa. Cambio subjetivo y cambio social se relacionan de manera dialéctica.
En consonancia con la concepción de la salud mental como construcción colectiva, hoy en día podemos mapear múltiples y heterogéneas prácticas y experiencias de salud mental desde abajo en el amplio campo del movimiento popular. Organizaciones barriales, feministas, ecologistas, sindicales, de la economía popular, etc., vienen ensayando, de diversas formas, una salud mental colectiva y comunitaria, más allá del Estado y la burocracia psi. Estas experiencias terapéuticas-militantes, al mismo tiempo que destituyen la realidad dominante, ensayan y prefiguran otras formas de pensar, sentir, desear y actuar, distintas a los valores y mandatos de los regímenes de opresión (capitalista, patriarcal, colonial, adultocéntrico, etc.) (Exposto, 2021). En este punto, salud mental y lucha de clases se entrecruzan y enlazan mutuamente.
Una de las tantas experiencias terapéuticas alternativas son los dispositivos de consumo problemáticos en los barrios. En el marco de la política pública de abordaje territorial de los consumos problemáticos de sustancias, el Estado argentino, a través de la Secretaría de Políticas Integrales de Drogas, subsidia a organizaciones sociales que tengan algún tipo de inserción territorial en los barrios, para que construyan y gestionen dispositivos específicos de abordaje del consumo problemático de sustancias en los distintos barrios de la ciudad, sobre todo en aquellos lugares donde prevalece esta problemática entre sus habitantes. Parte de estas organizaciones pertenecen a movimientos sociales y políticos progresistas, por lo que la impronta militante tiene un impacto directo en las prácticas e intervenciones.
Desde el año 2021 trabajo como psicólogo en este tipo de dispositivos llamados Casas de Atención y Acompañamiento Comunitario (CAAC). Las CAAC están conformadas por un/a militante de la organización quien ocupa el cargo de coordinación y el equipo técnico, compuesto generalmente por psicólogxs, trabajadorxs sociales, sociólogxs y operadorxs comunitarixs. Generalmente son lugares donde se brindan tratamientos (individuales y grupales), talleres de distinta índole (arte, socioproductivo, teatro, cocina, etc.) y orientación en la gestión de trámites varios (subsidios, planes, turnos, etc.), se ofrece comida (desayuno, almuerzo y merienda), duchas y lavado de ropa (esto último sobre todo en los dispositivos que acompañan a personas en situación de calle).

En base a mi experiencia trabajando en esta clase de dispositivos, vengo elaborando algunas reflexiones críticas en cuanto a determinadas prácticas e intervenciones que abarcan, entre otras cuestiones: el rol del psicólogx, el estatuto de lo terapéutico, la (des)valorización de los abordajes grupales terapéuticos, los imaginarios sociales en tornoa las personas qu e se acompañan, y las posibles significaciones en torno a lo comunitario.
En función de estas reflexiones, quisiera postular la siguiente hipótesis respecto a la manera en la que ciertos sentidos comunes conciben los espacios de salud mental comunitaria. Por un lado, tenemos la mirada “crítica”, proveniente sobre todo del discurso antipsiquiátrico y ciertos activismos locos, que sostiene que cualquier tipo de intervención en espacios comunitarios está atravesada, de manera automática y unilateral, única y exclusivamente por el discurso psiquiátrico dominante, como si no hubiese posibilidad alguna de agencia, resistencia y transformación de las lógicas del poder terapéutico, siendo lugares donde simplemente se reproducen subjetividades alienadas. Por otro lado, la mirada progresista que romantiza e idealiza “lo comunitario” (en un sentido amplio), que no visualiza las relaciones de poder existentes y estructurales entre trabajadorxs y usuarios, ni problematiza las lógicas manicomiales instituidas, como si el solo hecho de llevar adelante intervenciones por fuera de los muros del manicomio o del hospital (extramuros), estuviesen exentas de reproducir distintas formas de control social o violencia institucional. Esta mirada suele estar atravesada por imaginarios victimizantes, paternalistas e infantilizadores de las personas que se acompañan (llámense usuarixs, pacientes, etc.).
En mi experiencia, en los dispositivos territoriales, cuando son gestionados por ciertos grupos militantes, suele predominar este imaginario progresista, el cual, muchas veces, está impregnado de una suerte de idealización a-crítica en torno a la práctica militante (entendida en términos de abordaje territorial y comunitario), dificultando de esta manera repensar y problematizar una serie de prácticas cotidianas y lógicas de intervención que hacen a la construcción de la institución, el trabajo en equipo, los vínculos con lxs usuarios, etc. [3]
Esta forma de concebir la acción comunitaria condice con lo que Ignacio Lewkovic y Elena de la Aldea (1999) denominaron subjetividad heroica, un modo de disposición particular ante los problemas en la que prevalece la idea de una “comunidad en peligro” que hay que ir a rescatar, para lo cual lxs trabajadorxs de la salud mental cuentan con las herramientas teóricas y prácticas que avalan un cierto saber, a partir del cual, ya conocen de antemano qué es lo que tienen que hacer y cómo deben intervenir. El otro, entonces, queda relegado a un mero objeto del accionar de la subjetividad heroica. En ese sentido, las intervenciones apuntan principalmente a que “las cosas sean como deben ser”, a “ordenar lo que está desordenado”. Este tipo de subjetividad, para lxs autorxs, es un obstáculo en las prácticas comunitarias de salud mental en la medida que no se contemplan las necesidades singulares de una cierta comunidad, población o territorio. Se actúa siempre en función de la urgencia. No hay tiempo para pensar, debatir o planificar.
El reverso de la subjetividad heroica vendría a ser la subjetividad comunitaria. Es aquella subjetividad que apuesta a la construcción de lo común. No desde el lugar de intervenir por el otro/la otra/le otre, sino con el otro/la otra/le otre. En consonancia con este razonamiento, podríamos decir que en los dispositivos comunitarios de salud mental se disputan sentidos, lógicas y prácticas antagónicas. Del lado de las practicas, me atrevería a afirmar que conviven y se disputan (de manera ambigua y contradictoria) por un lado, prácticas hegemónicas (psicologizantes, punitivistas, manicomiales, psiquiatrizantes), y por otro lado, prácticas subjetivantes (productoras de nuevos sentidos, promotoras y restituidoras de derechos, desalienantes).
Es decir, el campo de lo comunitario no se reduce a la mera colonización del poder psiquiátrico, ni tampoco es un espacio donde a-priori y de manera espontánea se llevan a cabo prácticas emancipatorias, contrahegemónicas. Como en toda institución, convergen elementos de burocratismo y elementos de creatividad institucional. O dicho en términos guattarianos, conviven un polo paranoide-fascista y un polo esquizo-revolucionario.
Entonces… ¿cómo impulsar prácticas subjetivantes? ¿cómo propiciar que las prácticas habiliten líneas de fuga revolucionarias, movimientos de ruptura del orden instituido, de las capturas capitalistas, de los discursos dominantes? ¿cómo sostener prácticas que propicien aumentar los márgenes de libertad, autonomía y emancipación?
Un ejemplo concreto de lo que serían intervenciones que intentan no reproducir las capturas del sistema -en este caso, punitivistas-, tiene que ver con cómo abordar los robos en los dispositivos de parte de lxs mismxs usuarixs que asisten a estos lugares. Esto teniendo en cuenta que, muchas veces, el consumo problemático de sustancias lleva a las personas a estar involucradas en situaciones de robo (y que muchxs usuarixs han estado incluso privadxs de su libertad por ese mismo motivo).
Recuerdo una intervención que llevamos a cabo con un usuario que venía asistiendo con regularidad al dispositivo. Participaba activamente de los grupos terapéuticos, interactuaba con lxs trabajadorxs del lugar, etc. Es decir, era alguien que se involucraba y era parte de la cotidianidad del dispositivo. Tenía una buena relación transferencial con la institución. También tenía antecedentes de robos en la vía pública y estaba atravesando una situación de consumo problemático de sustancias. Sucedió que nos enteramos de que esta persona le había robado dinero tanto a otrxs usuarixs como a trabajadorxs, dentro de la institución. A partir de ese hecho, desde el equipo técnico se le comunicó que no podía seguir asistiendo al dispositivo hasta que resolviéramos qué hacer. Entonces debatimos qué hacer en una reunión. Unxs planteaban derivarlo a otra institución, y una compañera planteó que él debía hacerse cargo de su accionar, y que si quería seguir asistiendo, debía tener un gesto de reparación con el grupo (trabajadorxs y usuarixs). Finalmente se adoptó la segunda posición. Se le transmitió al usuario la resolución del equipo. Aceptó, pidió disculpas en una instancia grupal a quienes nos encontrábamos ese día en el dispositivo, y continuó asistiendo por un tiempo más. Luego se terminó yendo por otros motivos.
Esta intervención fue una apuesta política por ensayar otras formas de abordar estas situaciones, cuyas respuestas suelen provenir del aparato punitivista (tanto a nivel macro como micro político). No se ubicó al usuario como una víctima del sistema [4] , desprovisto de responsabilidad subjetiva. Se le transmitió que si realmente deseaba continuar habitando el dispositivo debía reparar con el grupo lo que había hecho, con lo cual, a fin de cuentas, la decisión de continuar asistiendo o no era de él, no nuestra. Se apostó a interpelar su deseo real de continuar habitando la institución –o no-.
Para continuar con las preguntas formuladas anteriormente, y en relación a qué práctica terapéutica puede plantearse en ámbitos comunitarios, pienso en intervenciones situadas y contextuales que partan no solo de la singularidad del sujeto individual [5] , sino también del grupo, la comunidad, la institución, el territorio y, a partir de ello, delinear un campo de acción posible, de intervenciones posibles y no ideales. Cartografiar las posibilidades de las situaciones, la potencia de los encuentros que habiliten la apertura de otros sentidos. Para eso, en principio, necesitamos una escucha distinta a la escucha interpretativa del psicoanálisis clásico. Lxs psicoanalistas brasileños Jorge Broide y Emilia Estivalet (2018) plantean la idea de “escucha territorial”, la cual “consiste en la construcción colectiva de mapas de relaciones afectivas, culturales, económicas, políticas, formales e informales de los diferentes poderes lícitos e ilícitos que constituyen el efectivo lazo social en el territorio”. Una escucha territorial permite identificar las condiciones de producción de la subjetividad colectiva e individual de una determinada población en un contexto específico, desde las condiciones materiales de existencia hasta los códigos, valores, hábitos, costumbres de dicha población. Es decir, situar la singularidad del territorio, y no solo la singularidad del sujeto individual. También, esta herramienta nos puede ayudar a no anteponer nuestros saberes y sentidos comunes previos sobre cómo intervenir o que hacer, y abrirnos a la experiencia del encuentro. Cabe tener en cuenta que una forma de despotenciar esos encuentros es actuando (siempre) en función de lo que unx supone que el otro necesita, ubicándolo como una eterna víctima pasiva sin capacidad de agencia. Es relacionarse a partir de la lógica de la falta, la carencia, el déficit. Vincularse de esa manera implica perder de vista las fuerzas vitales, la pulsión creativa, la potencia que habita ese cuerpo (además de despojar al sujeto de su dignidad).
Otro elemento que me parece importante de mencionar es la concepción del trabajo grupal como un instrumento clínico. El trabajo grupal habilita una instancia colectiva en la que pueda circular la palabra de manera horizontal. Producir un acto de habla a partir del cual se puedan nombrar los mundos que habitan. Pasar del silencio a la palabra es fundamental en territorios existenciales marcados por el miedo, la violencia, el desamparo y la presencia constante de lo siniestro. La actividad grupal posibilita el pasar de la identificación imaginaria cristalizada de un destino inevitable a la reinvención del presente (Broide y Estivalet, 2018). La actividad grupal puede adquirir la forma de una asamblea, un grupo terapéutico, un taller, etc. Si bien el formato varía en cuanto a sus objetivos, lo fundamental es que sea una instancia en la que se colectivice la palabra. En esa línea, los abordajes grupales se pueden implementar como estrategias político-terapéuticas para desprivatizar los padecimientos subjetivos. Por ejemplo, en el caso de los consumos problemáticos de sustancias, una actividad grupal se puede utilizar para cuestionar las narrativas psiquiatrizantes y psicologizantes de esta problemática, las cuales sostienen el discurso del sujeto adicto como un “enfermo”, y que la superación depende netamente de la voluntad individual. No se trata de una “bajada de línea”, sino que sostener una pregunta, y, tal como plantea Fernando Ulloa (2011), estimular la producción de un pensamiento crítico. El pensamiento crítico tiene que ver con introducir en el sujeto y la comunidad que lo rodea una actitud de resistencia y lucha frente al acostumbramiento de la resignación, de las pasiones tristes que disminuyen nuestra capacidad de acción transformadora de la realidad. Combatir la resignación para reinventar el presente e imaginar un futuro distinto, en miras de construir una vida digna. Esto último es fundamental a tener en cuenta en el trabajo con grupos oprimidos como las personas en situacion de calle, en cuyas vidas en general predomina la sobrevivencia del día a día, sin una proyección a futuro que les permita plantearse metas y objetivos claros.
Para finalizar, esbozo algunas ideas tentativas en torno a lo que considero que serían tareas y desafíos de las prácticas comunitarias en salud mental, enmarcadas en un horizonte estratégico, relacionado con impulsar iniciativas de salud mental desde abajo y hacia la izquierda. Una salud mental al servicio de los intereses y deseos de la clase trabajadora, y no en función de los intereses de las corporaciones médicas, psiquiátricas o psicoanalíticas.
Militar por una salud mental obrera y popular.
Desromantizar lo comunitario como un "afuera" de la institución, y por ende exento de lógicas manicomiales, cuándo estas lógicas no se acotan a un "adentro" del hospital, sino que las trasciende. En ese sentido, las violencias psiquiatrizantes, patologizantes y medicalizantes pueden desplegarse en contextos comunitarios. No se trata del espacio físico -únicamente-, sino que del punto de vista y la orientación político-ideológica a partir de la cual se interviene.
Destituir el imaginario progresista de la salud mental que se traduce en lógicas victimizantes, paternalistas e infantilizadoras de los sujetos que se acompañan.
Propiciar procesos individuales y colectivos de protagonismo popular que aumenten los márgenes de libertad, autonomía y emancipación, teniendo como eje central la restitución de los derechos, y, fundamentalmente, la restitución de la dignidad.
Impulsar encuentros que estimulen las pasiones alegres, tal como las entiende Deleuze: afectos que aumenten la capacidad de actuación (“Multiplicar los afectos que expresan o desarrollan un máximo de afirmación”). Los encuentros que habiliten pasiones alegres (y sobre todo en vidas atravesadas por la extrema desigualdad, exclusión, marginalidad y violencia, en las cuales suelen predominar las pasiones tristes) pueden ser experiencias vitales de lucha contra lo que Fernando Ulloa (2011) denominó “síndrome de padecimiento”, es decir, una actitud de resignación ante el padecer, lo cual genera una acostumbramiento impotetizante del propio sufrimiento psíquico.
Propiciar abordajes anticapitalistas [6] que apunten a colectivizar y politizar los padecimientos subjetivos, desprivatizando y desindividualizando los mismos. Asimismo, que permitan problematizar y subvertir las lógicas individualistas, competitivistas, consumistas, punitivistas, moralistas, machistas, cisheteronormativas, racistas, cuerdistas, adultocéntricas, etc., fomentando, en cambio, la construcción de vínculos comunitarios sostenidos por la solidaridad, el apoyo mutuo, la cooperación y la autogestión. Los abordajes de este estilo deben superar tanto los abordajes autoritarios, jerárquicos y verticalistas, como aquellos basados en la caridad, beneficencia y asistencialismo.
Apuntar a que las prácticas tengan como horizonte ético-político propiciar procesos de singularización [7] que incluyan la reapropiación de la identidad cultural y de clase (Moffatt) de los sujetos que se acompañan. Que la construcción de otros mundos de posibles esté conectada con la historia y memoria popular de los pueblos.
*Trabajo presentado en la jornada “Fuerzas Destituyentes. Jornada de discusión sobre el
Esquizoanálisis, Grupalismo y Psicoterapia Institucional”, organizado por Grupo Apoyo Mutuo Devenir.
**Sebastián Soto-Lafoy. Trabajador y militante de la salud mental. Lic. en Psicología.
Integrante del Observatorio Sylvia Bermann de psicopolítica y salud mental popular del
Instituto Plebeyo.
Referencias bibliográficas
-Broide, J. y Estivalet, E. (2018). Psicoanálisis en situaciones sociales críticas. Metodología clínica e intervenciones. Editorial Amorrortu.
-Exposto, E. (2021). Maquinas psíquicas. Crisis, fascismos y revueltas. Editorial La Docta Ignorancia.
-Lewkiwicz, I. y De la Aldea, E. (1999). La subjetividad heroica. Un obstáculo en las practicas comunitarias de la salud.
-Stolkiner, A. (2021). Prácticas en salud mental. Editorial Noveduc.
-Ulloa, F (2011). Salud ele-Mental: Con toda la mar detrás. Editorial Libros del Zorzal.
Notas
[1] El término “oprimidos” se utiliza de manera intencional para marcar la diferencia con el lenguaje progresista que suele usar los términos “vulnerables”, “carenciados”, “marginales”. Ubicar que hay grupos oprimidos implica explicitar que existen opresores, y por tanto, que la situación de exclusión social no se debe a la pobreza (como si fuese un hecho natural), sino que es producto de la lucha de clases.
[2] Se entenderá por situaciones sociales críticas a “las urgencias sociales vividas en el mundo contemporáneo, que convocan a la responsabilidad del analista frente a las interrogantes que desafían y desacomodan el pensamiento teórico y el ejercicio clínico” (Broide y Estivalet. 2018).
[3] Cabe aclarar que no es la intención de este escrito desconocer las potencialidades y aportes de este tipo de dispositivos (como por ejemplo la cercanía en la construcción del vínculo con lxs usuarixs, en comparación a otras instituciones como un hospital o un Cesac) y el rol que cumplen las organizaciones sociales en la gestión de los mismos. Más bien, la idea es pensar críticamente un cierto “sentido común militante” que opera desplazando la lógica y practica militante de la organización a un dispositivo comunitario que aborda consumos problemáticos de sustancias. Para decirlo de manera concreta: Se gestiona una institución que trabaja con problemáticas psicosociales complejas como si fuese equivalente a una Unidad Básica, una oficina de trámites, un comedor comunitario y/o un lugar donde solo se hacen talleres. Esto sepue de deber a varios factores. Uno de ellos que creo que puede tener relación, tiene que ver con la no asimilación de que los consumos problemáticos de sustancias son una problemática de salud mental (tal como establece nuestra Ley Nacional de Salud Mental). Reconocer eso, requiere de un abordaje especifico que no puede reducirse simplemente a la idea de “hacer cosas comunitarias por hacerlas” como un taller, una tarea doméstica, una asamblea, etc., si eso no se articula a objetivos claros, a un para qué. Si bien este es un tema para desarrollar en profundidad en otro escrito, creo que el tema de fondo se corresponde con uno de los grandes desafíos en estos lugares (y en general en las prácticas de salud mental), que es lograr la articulación entre el saber profesional-académico y el saber popular-vivencial.
[4] La lógica victimizante, desde el discurso progresista, suele justificar cualquier acción de la persona en función de su contexto de exclusión social y marginalidad.
[5] Uno de los grandes problemas del psicoanálisis convencional (sobre todo de parte del lacanismo-milleriano) es entender la singularidad en términos individuales, desprovista del campo socio-histórico, con lo cual se termina, explícita o implícitamente, planteando una suerte de “singularidad privatizada”.
[6] Este término lo leí por primera vez en el libro de Florencia Montes, Acompañar es político. Ensayo transfeminista sobre la situación de calle.
[7] Se entenderá por procesos de singularización tal como lo define Felix Guattari en su libro con Suelly Rolnick, Micropolíticas. Cartografías del deseo: “una manera de rechazar todos esos modos de codificación preestablecidos, todos esos modos de manipulación y de control a distancia, rechazarlos para construir modos de sensibilidad, modos de relación con el otro, modos de producción, modos de creatividad que produzcan una subjetividad singular. Una singularización existencial que coincida con un deseo, con un determinado gusto por vivir, con una voluntad de construir un mundo en el cual nos encontramos, con la instauración de dispositivos para cambiar los tipos de sociedad, los tipos de valores que no son nuestros”.
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