A partir del trabajo en un dispositivo de salud mental comunitaria el autor plantea algunos interrogantes sobre cómo pensar la articulación entre salud mental, derechos humanos y protagonismo popular. Algunas de las preguntas que atraviesan este texto son: ¿La adjetivacion de la salud mental en tanto "comunitaria" o "popular" implica de por sí ,y de manera automática , que se lleven adelante prácticas emancipatorias, contra hegemónicas?, ¿Cómo superar la mirada estatista de la implementación de la Ley Nacional de Salud Mental "desde arriba hacia abajo "?, ¿No será que hay un discurso progresista bien intencionado que se remite, muchas veces, a repetir consignas sin cuestionar las prácticas, y de "administrar", "gestionar" el malestar, cuando de lo que se trata es de politizarlo?
El presente texto fue reescrito con algunas modificaciones para esta publicación. Presentado originalmente en la 9vna Jornada de Salud Mental y Consumos Problemáticos de Sustancias del Hospital Bonaparte.
* por Sebastián Soto-Lafoy
Introducción
El presente trabajo se basa en mi experiencia coordinando un grupo terapéutico de usuarixs con consumo problemático de sustancias en un dispositivo de salud mental comunitaria. Las siguientes reflexiones intentan plasmar algunos intercambios que venimos realizando lxs trabajadorxs del dispositivo en torno a nuestra práctica institucional, particularmente de los abordajes grupales y comunitarios de problemáticas psicosociales complejas que atendemos día a día.
El filósofo francés Gilles Deleuze en el prefacio del libro Psicoanálisis y Transversalidad de su colega Félix Guattari plantea lo que serían los tres problemas de grupo [1]:
1°) ¿De qué forma introducir la política en la práctica y la teoría psicoanalítica (una vez asegurado que, de cualquier modo, la política esté en el inconsciente mismo)?
2°) ¿Conviene introducir, y cómo, el psicoanálisis en los grupos militantes revolucionarios?
3°) ¿Cómo concebir y formar grupos terapéuticos específicos, cuya influencia se extienda a los grupos políticos, y también a las estructuras psiquiátricas y psicoanalíticas?
Traigo esta cita, ya que una de las características de los grupos terapéuticos que coordinamos es que muchxs de lxs usuarixs militan en una organización política, particularidad que resulta interesante para pensar los posibles cruces entre subjetividad y política, clínica y militancia, lo singular y lo colectivo, en el marco de prácticas comunitarias en salud mental.
La potencia de lo grupal
La Casa de Atención y Acompañamiento Comunitario “Vivir Solo Cuesta Vida” es un dispositivo de tratamiento de consumo problemático de sustancias ubicado en Mataderos, Capital Federal, que nace a partir de la articulación entre una organización política y el Estado. En dicho dispositivo venimos desarrollando una experiencia de salud mental comunitaria cuyo eje central está puesto en el protagonismo popular de lxs usuarixs. Entendiendo que la salud mental es una construcción colectiva, la participación protagónica de lxs usuarixs, es una herramienta que puede servir para contrarrestar los abordajes y violencias manicomiales y que, en nuestro caso, la hemos utilizado como un recurso de promoción de la dignidad y la autonomía, en consonancia con los principios rectores de la Ley Nacional de Salud Mental (2010).[2]
En los inicios del funcionamiento del dispositivo, lxs trabajadorxs observamos un fenómeno recurrente en cuanto a la demanda de atención de parte de lxs usuarixs. En su mayoría, la primera y única demanda era un espacio de escucha individual con un psicólogo. Al acoger esa demanda, ocurría con frecuencia que solo asistían a esa instancia en detrimento de los grupos terapéuticos, y después de un tiempo breve, muchxs desertaban el tratamiento. La repetición de estos casos hizo repensar al equipo profesional respecto a cómo se estaba interviniendo, con lo cual se decidió revertir la lógica de la demanda: el criterio para comenzar un espacio de escucha individual fue que previamente se debía transitar por los grupos terapéuticos por un tiempo delimitado (un mes aprox.), y después de atravesar dicha experiencia, si la demanda de un espacio de escucha individual persistía, se evaluaba junto al usuarix el motivo de consulta. De esta manera se intentó revertir una de las prácticas hegemónicas del poder terapéutico, el cual consiste en privilegiar los abordajes clínicos-individuales como primer y único recurso, por sobre los grupales y comunitarios[3], cuestión que además tiende a psicologizar e individualizar los padecimientos subjetivos. Esta decisión generó efectos sustanciales en los sujetxs, tanto a nivel individual, grupal e institucional. Uno de los primeros efectos que pudimos vislumbrar es que la mayoría de quienes solicitaron en un primer momento un espacio de escucha individual, al transitar por los grupos terapéuticos por un tiempo, dejaron de demandar dicho espacio. Este hecho nos ha sido útil para cuestionar la idea instalada en el sentido común de algunxs usuarixs que este tipo de padecimiento subjetivo (como cualquier otro) es una problemática individual, y que por tanto, la única manera de abordarlo es individualmente.
Al poner el acento en el aspecto comunitario del tratamiento, se busca promover el lazo social, el rearmado de vínculos y redes, muchas veces quebrados por las consecuencias del consumo problemático de sustancias. Por lo tanto, la apuesta es, en principio, facilitar espacios de socialización: involucrarse en tareas cotidianas del dispositivo, aprender a relacionarse con otrxs desde el cuidado, participar en plenarios, talleres comunitarios e instancias de formación, etc. En definitiva, habitar el dispositivo y promoverlxs a construirlo. Como toda apuesta, no ha estado exenta de conflictos, tensiones, incomodidades, contradicciones (para que hablar de las precarísimas condicionales laborales). Coexistiendo con lo anterior, y a pesar de ello, es una experiencia que contribuye, desde su lugar, a repensar otras prácticas en salud mental desde abajo, desde una perspectiva comunitaria, popular y antimanicomial.
Al inicio de la coordinación de estos grupos terapéuticos nos fuimos dando cuenta con mis compañerxs de trabajo de que la dinámica grupal con lxs usuarixs en estas instancias era de un “grupo individual”. Es decir, al contrario de nuestras intenciones de que la dinámica grupal consistiera en una conversación multidireccional y horizontal, predominaba un diálogo unidireccional entre trabajador y usuarix, asemejándose más a una terapia individual con muchos cuerpos presentes. Nos dimos cuenta de esto y comenzamos a generar algunos movimientos cuyos efectos percibimos con el paso del tiempo. Por ejemplo, si antes preguntábamos “¿Alguien quiere decir algo de lo que dijo el compañero/la compañera?”, después de que un usuarix compartiera su relato, reformulamos la pregunta y comenzamos a preguntar “¿El grupo quiere decir algo”? Pasamos de interpelar el individuo –el yo- al grupo –el nosotrxs-. Este gesto, sumado a otros movimientos que fueron surgiendo, generaron pequeños efectos en la dinámica grupal, produciéndose momentos de enunciación colectiva, lo cual se tradujo en que la palabra comenzó a circular de manera transversal, y ya no acotado al diálogo entre dos.
Esto dio pie a que se produjeran, de a ratos, instancias de colectivización del malestar, abriéndose los puntos en común respecto a sus percepciones, vivencias, afectos, deseos, malestares. Retomando a Félix Guattari (2019) en Psicoanálisis y Transversalidad, plantea la distinción entre grupo-sometido y grupo-sujeto. Los grupos-sometidos son aquellos caracterizados por un funcionamiento jerárquico y vertical que impide el desarrollo de cortes creadores, de una verdadera enunciación colectiva, la cual es sustituida por enunciados estereotipados. En cambio los grupos-sujeto operan por medio de la transversalidad, elementos de creación institucional, de una subjetividad grupal que se anima a tomar la palabra. Esta distinción no consiste en dos “tipos” de grupo distintos, sino en instancias coexistentes en un grupo. Por eso, la experiencia que comentaba anteriormente no se trataba de un desplazamiento mecánico de una forma de funcionamiento grupal a otra, sino que fueron instancias, momentos, encuentros, en los que se superponían estas dos dimensiones del grupo. El interrogante que me parece pertinente mencionar es, entonces, cómo facilitar la producción del deseo del grupo. Sobre esto Deleuze se pregunta [1]:
¿Cómo un grupo puede manifestar su propio deseo, ponerlo en conexión con los deseos de otros grupos y con los deseos de las masas, producir los enunciados creadores correspondientes y constituir las condiciones, no de su unificación, sino de una multiplicación propicia para enunciados de ruptura?.
Sobre estos enunciados creadores y de ruptura, los podemos ubicar como aquellos que se animan a poner en tensión los significantes dominantes a partir de los cuales lxs usuarixs se autoperciben e identifican: el/la “adictx”, el/la “enfermx”, el/la “faloperx”. Estas formas de nominarse a sí mismxs están atravesadas por el discurso hegemónico de la psiquiatría manicomial, el cual instituye un tipo de subjetividad individualizada, cerrada y estática, sin dejar margen de posibilidad a abrir líneas de fuga a esta identidad cerrada sobre sí misma. En ese sentido, el desafío es poner en duda la imagen de un yo coherente y unificado, un yo consumido por el consumo problemático de sustancias, y apelar a la multiplicidad de identidades (no se “es” solo unx “adictx”, también se es ciudadanx, trabajadorx, padre/madre, amigx, hermanx, hijx, pareja, nietx, etc.).
Como señalé al inicio del texto, los grupos terapéuticos se caracterizan por la actividad militante de la mayoría de sus miembros, lo cual no resulta ajeno a la dinámica grupal. Los principios de solidaridad, cooperación, apoyo mutuo, compañerismo se suelen poner en juego entre lxs miembros del grupo a través de comentarios, gestos, actitudes, conductas. Es interesante ubicar en este punto algunos efectos clínicos de esta impronta militante en un contexto terapéutico. El reconocimiento entre pares, la valoración de los logros del otrx, la escucha atenta, el buen trato y los gestos de ternura habilitan una micro política del lazo social en la que la “cura” es necesariamente colectiva. Parafraseando a León Rozitchner, no hay cura individual sin cura colectiva, y viceversa. A modo de ejemplo, es común que un usuarix al compartir alguna situación que considera un logro o avance en su tratamiento, desde el grupo esa vivencia sea reconocida y valorada como si fuese propia. Vale decir, lo que sería un logro individual para un usuarix, es percibido como un logro colectivo. Algo similar ocurre cuando se narran testimonios cargados de sufrimiento psíquico, allí la afectación del grupo no se hace esperar (incluyendo a los coordinadores), ya sea respondiendo con palabras de contención o gestos de ternura, que más de alguna vez han implicado poner el cuerpo. Una lógica colectiva del cuidado aflora ante estas situaciones.
Fernando Ulloa nos dice que hablar de la ternura, en términos políticos, es “poner el acento en la necesidad de resistir a la barbarización de los lazos sociales”. Esta cuestión se vuelve fundamental considerando que hablamos de subjetividades arrasadas por múltiples violencias y vulneraciones, inclusive en sus versiones más crueles. Esto, sumado al consumo problemático de sustancias, conlleva a un número importante de casos en los cuales se vislumbran dificultades para entablar vínculos sanos y significativos. Por lo que, el hecho de experimentar el vincularse desde la ternura y del cuidado, es una apuesta ético-política en el que salud mental y militancia se articulan y complementan.
Hasta que la dignidad se haga costumbre
Dos principios rectores de la Ley Nacional de Salud Mental son la dignidad y la autonomía de lxs usuarixs del sistema de salud. Desde una perspectiva de derechos humanos de la salud mental, resulta fundamental la defensa de estos principios. Ahora bien, en términos concretos, ¿cómo es posible poner en práctica y transmitir estos principios en un dispositivo con estas características? Sin duda, el trabajo cotidiano es un terreno fértil para debatir y poner en juego estos temas. Una experiencia interesante en la que pudimos ensayar estos ejes de la ley fue el año pasado cuando realizamos un plenario con la participación de lxs trabajadorxs, usuarixs, vecinxs del barrio y militantes, en el que discutimos distintos aspectos concernientes al funcionamiento del dispositivo. En esa instancia, lxs trabajadorxs tomamos la decisión de que quienes debían exponer la síntesis de lo debatido en cada grupo de trabajo tenían que ser lxs usuarixs y no nosotrxs. Creemos que esta fue una manera de corrernos de las clásicas lógicas paternalistas e infantilizadoras de representación, de hablar en nombre de otrxs, entendiendo que lxs “sujetos de atención”, en realidad, son protagonistas de sus procesos subjetivos y sociocomunitarios. Una manera de pensar el protagonismo popular tiene que ver con corrernos del lugar privilegiado y jerárquico de “profesionales expertxs”, y facilitar no solo la circulación de la palabra en grupos terapéuticos, sino que fundamentalmente la conformación de agentes colectivos de enunciación que dé lugar a expresiones singulares, por fuera de las representaciones dominantes. Una muestra de aquello fue que en la última instancia del plenario lxs usuarixs del dispositivo presentaron la síntesis de lo debatido al resto de lxs participantes, en sus palabras y a su manera, sin la intermediación de lxs trabajadorxs.
Otra experiencia fue la ejecución de un taller sobre la Ley Nacional de Salud Mental en el que debatimos junto a lxs usuarixs ciertos puntos nodales sobre la ley, particularmente en lo relativo a los derechos de lxs usuarixs en el sistema de salud. Esta iniciativa surge a propósito de múltiples relatos de miembros de los grupos terapéuticos que han padecido violencia institucional en comunidades terapéuticas. Si bien el abordaje de la ley se hizo bajo la lógica de “concientizar” que, en tanto usuarixs del sistema de salud, son sujetos de derechos y no objetos de control, castigo y disciplinamiento, el trasfondo de la actividad tuvo que ver con una idea más amplia que excede el marco legal, y que se relaciona con la (re)apropiación de la dignidad, en tanto fundamento ético-político del lazo social y de la vida en comunidad. La violencia manicomial en ese sentido no constituye únicamente una vulneración de derechos en el plano legal, sino que implica necesariamente un arrasamiento subjetivo de la dignidad.
Para finalizar, considero que clínica, política y militancia poseen una relación estrecha en una práctica con estas características, conjugándose en una praxis transformadora de la realidad, dentro de la cual la salud mental siempre es un campo de disputa. La dimensión de lo colectivo se torna imprescindible para llevar adelante prácticas en salud mental “desde abajo”, de politización de los malestares, en contraposición al poder terapéutico, cuya finalidad última es el disciplinamiento y el control social.
Así como no hay salud mental sin justicia social, es posible afirmar que no hay salud mental sin protagonismo popular.
Las siguientes notas fueron escritas después de haber participado en la mesa de la jornada, ocasión en la que pude escuchar experiencias y reflexiones en torno a prácticas comunitarias y antimanicomiales en salud mental en distintas provincias del país. Transcribo algunas ideas enunciadas por lxs compañerxs –entremezcladas con reflexionas propias- que me parecen importantes de mencionar:
1) La necesidad de repensar la categoría de "usuarix" y sus implicancias político-ideológicas en la práctica concreta. Incluir la dimensión del protagonismo a efectos de superar nociones biomédicas y poner el acento en las potencialidades subjetivas de los sujetos, en el sentido de un accionar transformador de la realidad.
2) Dejar de romantizar "lo comunitario " como un "afuera" de la institución, y por ende exento de lógicas manicomiales, cuándo estas lógicas no se acotan a un "adentro" del hospital, sino que las trasciende. En ese sentido, las violencias manicomiales también pueden desplegarse en contextos comunitarios. No es una cuestión del espacio físico, sino que del punto de vista a partir del cual se interviene.
3) La postura de parte del discurso progresista en el debate sobre la Ley Nacional de Salud Mental cae muchas veces en una mirada a-crítica y autocomplaciente. Exigir implementar la ley no va a cambiar de por sí la realidad cuándo, por ejemplo, el presupuesto que el Estado otorga a la salud mental, desde la promulgación de la ley, ha disminuido cada año. Por otro lado, pensar en una salida de "arriba hacia abajo" -desde el Estado hacia la sociedad-, como se ha hecho generalmente hasta ahora, obtura la posibilidad de concebir por una salida desde abajo y hacia la izquierda. Una "fuerza instituyente" que provenga desde un movimiento social amplio y transversal en el que confluyan trabajadorxs, usuarixs, militantes, sindicatos, organizaciones sociales, y que tenga como conducción a lxs denominadxs usuarixs, en tanto protagonistas del proceso de lucha por desmanicomialización de los servicios de salud y de la sociedad en general.
* Sebastián Soto-Lafoy: Trabajador de la salud mental.
[1] Guattari, F. (2019) Psicoanálisis y Transversalidad (primera edición). Buenos Aires: Vagantes Fabulae, p. 8-14.
[2] Ley N° 26.657. Ley Nacional de Salud Mental. Boletín Oficial, Buenos Aires, Argentina, 3 de diciembre de 2010.
[3] Hablar de prácticas grupales en el campo de la salud mental en Argentina nos remite necesariamente a la historia en la década de los 60- 70´, en el que este tipo de prácticas, enmarcadas en contextos comunitarios, hospitalarios, ambulatorios, fueron fuertemente reprimidas, perseguidas y muchas de ellas desaparecidas durante la última dictadura cívico-militar. El carácter político-militante de diversas experiencias grupales en Argentina nos permite visualizar las fuertes resistencias que ha generado en el poder dominante, tanto del régimen dictatorial en su momento, como también del modelo medico hegemónico, representado particularmente por la psiquiatría manicomial.
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